Gt (17)
Si bien lo matizamos a ratos con cierta pulsión
conciliatoria, nuestro humor puede lo mismo llegar a ponerse muy pesado. De que
nos pasamos, nos pasamos, con eso de la sátira: nos resulta fácil caricaturizar
hasta la crueldad, hasta la más pura mierda indiferencia.
Insoportables ya éramos, pero algunos nos
pusimos más insoportables el día en que la posmodernidad atracó en la república
bananera. Despertó en nosotros la ironía más ramera que nuestros axones
neurales jamás habían procesado. El chiste neurótico, la irreverencia sin
amarras, la procacidad orgiástica, el memenazismo, justificado por el
relativismo–cocaína. Escribí algo al respecto en una columna llamada Humores que matan (disponible en mi blog
de Buscando a Syd).
Me autocito: “Bromeando olvidamos que esos asuntos que tan ramplonamente
convertimos en bufonerías chafas son de vida y muerte. Y así vamos manchando
nuestra ironía de sangre”.
Una cosa que me deja perplejo es como los
guatemaltecos toman a broma lo que viene en serio, y en serio lo que viene a
broma. Y la capacidad que tenemos para devaluar, todo el puto tiempo. Ni se le
ocurra a Vd. celebrar o admirar a un tercero. En ese mismo momento será acusado
de complacencia y compadrazgo, y puesto en el patíbulo de la ridiculización
pública. También es ridiculizado aquel que busque un poco de profundidad en la
vida, de honor y de palabra. Todo eso es fuente de grandes risotadas, para
empezar en la mesa.
Lo único permitido es el chisme y la farsa. Farsantes
somos una buena fracción de la extensiva chapinada. Por farsante y por fulano
es que yo me pongo a escribir de virtualmente cualquier cosa, sin saber nada de
ninguna. Es, ya expliqué, un instinto de sobrevivencia literario.
Pues sí. Vivimos en un país pequeño. En un país
bufón.
(Columna publicada el 29 de mayo de 2014.)
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