Humores que matan (1)
Celebro el vino de la ironía. Pero no la
ironía que funciona a modo de ácido sobre los argumentos. No la ironía que trae
el imperio de lo chato. No la ironía que es la pura dictadura del kínder.
No la recerota risotada.
Bromeando olvidamos que esos asuntos que
tan ramplonamente convertimos en bufonerías chafas son de vida y muerte. Y así
vamos manchando nuestra ironía de sangre.
Como yo lo veo, no hay ningún mérito en
reducir una conversación intelectual o moral de alto calibre a un chiste, como
si viviéramos en una barata peluquería perpetua.
Me llega la estrategia de la ironía
–hiato en el templo de lo fijo– pero creo que aquellos que sistemáticamente
convierten todo en sarcasmo, que rebajan cualquier análisis a ocurrencia
turística, que no pueden sino ironizar, es porque se quedaron atrapados en el
poder de la ironía, que es la ironía al servicio del poder, el suyo o de
alguien más.
Progresivamente se van volviendo
gélidos, infantiles o banales. Por lo general, son personas que tienen una
esquina oscura no trabajada, un problema no resuelto, posiblemente con mami o
papi.
No, no confío en las personas cuyo único
exclusivo registro es la sátira. Columnistas que sirven, una y otra vez, engrudos
de burla–sorna... Como desconfío de los que no pueden separarse de la rocola de
los memes rastreros. Un meme o post malintencionado, ya suelto en la
expansividad de las redes sociales, es un arma con filos por todos lados, que
produce no poco daño, dejando además a quien lo emite como un o una
imbécil.
Personas que pensábamos serias se
prestan a estos juegos, haciéndonos dudar de la autenticidad de sus batallas.
(Columna publicada el 13 de febrero de
2014.)
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