Humores que matan (2)
No es para caer –asco– en el otro vicio: el de
la corrección política.
Son dos extremos pues: el cinismo posmo, por un
lado, en donde todas las posturas son sistemáticamente barridas; y la
corrección política –posmodernidad pura ella también– en donde cualquier
postura se vuelve intocable, meramente por ser una postura. Y que trae consigo
otra clase de inmadurez: la alergia a la crítica. Está claro que un poco de
conflicto hebdomedario nos hace bien a todos. De otro modo, botaríamos muy pronto
los dientes. Nos volveríamos psicorrígidos.
Así pues: ni mutiladores moralistas, ni inmoralistas
programáticos.
La irreverencia es bella, a condición que abra
algo en el corazón de algo. El problema con la ironía empieza cuando ya no
porta genuina libertad, y más bien encubre su ausencia. Sobre todo cuidado con
la ironía que no se autoironiza, que no se autodesmantela, no se
autodesacraliza, cortando su única posibilidad de afirmación, y extraviándose
en sí misma, especialmente cuando no es buena ironía, y cuando no es muy clara
también. Incluso reír de mi mismo es una estafa, si no entrego al final el
propio cinismo, que al final me termina devorando.
La ironía patológica se vuelve a menudo conductora
de un statu quo. Pasa por libre, sí, pero es reaccionaria, sirviendo agendas
inconscientes, incluso conscientes, de agresión, defendiendo determinados
centros fríos, en el interior de las personas y colectivos. Podemos aceptar un
poco de guasa y bullying, siempre y cuando no sea gratuito, y surja en el
contexto apropiado. Pero sin olvidar que, cuando todo haya sido milimétricamente
ironizado, lo único que quedará es una gran risa retorcida, en un estéril
osario.
(Columna publicada el 20 de febrero de 2014.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario