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Y cuando nuestras avaricias se juntan
con nuestra pavores, nos volvemos ajedrecistas oscuros y temibles.
Es el guatemalteco cruel y experto en
derruir al otro, el maligno de las cábalas retorcidas y los chismes–chistes deletéreos.
El político turbio, el abogadillo sin escrúpulos... Es por supuesto el
despreciable ostracista. El extorsionista, el secuestrador, el espectador que
atestigua como linchan al otro sin inmutarse. Es la mujer que deja al marido
sin nada; o el marido que mata, calculadamente, a la esposa –quedándose con todo.
Ese poder de cálculo nos ayudaría a
resolver nuestros problemas si lo encauzáramos hacia finalidades superiores. Tal
capacidad de concentración podría rendirnos y nos rinde a veces sujetos curiosos,
competentes, investigadores e intensos, que en los pliegues de sus consciencias
implosivas manufacturan perlas visionarias, mundos extraños y formidables para
dar al mundo.
Si tan solo no nos perdiéramos en un
universo de comentarios improductivos y preocupados... Como el connacional que
lo comenta todo, en plan disentería, chisgueteando. O bien creando una gélida
distancia con lo comentado. Recurre a la explicación objetivante–cosificante (además
de moralista, a veces esnob) para interrumpir cualquier genuina intimidad. Allí
lo tienen: el Columnista de Opinión: el que lo sabe todo de todos y de
cualquier cosa... El troleador resentido, cáustico, fóbico, mezquino... El que
vilipendia a todos en la sobremesa… En verdad nos pasamos de listos, los
chapines. Y ni siquiera somos tan inteligentes.
Luego está el que jamás dice nada, sirviendo
desde su apatía profunda, y desde su crónico aislamiento, al Dios de la
indiferencia. Una discreción compulsiva que roza muchas veces lo criminal.
A veces este silencio intencionado solo espera. Espera para dar la estocada sangrienta en el momento adecuado. Es escalofriante.
(Columna publicada el 6 de febrero de
2014.)
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