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A esta pereza cultural se agrega otra clase de
complacencia: la necesidad de conformarnos al otro, de buscar su aprobación
(que riñe con esa otra propensión nuestra, antes mencionada: la de
desvalorizarlo). Peligroso, pues ocurre muchas veces que la medida de nuestra
autoestima está en la imagen que el otro construye –o creemos que construye– de
nosotros mismos.
Es por querer manipular esta imagen que el guatemalteco
se vuelve histriónico, mentiroso, charlatán, cuando no envidioso, pretencioso y
arribista, perdiendo su capacidad natural de ser auténtico, su tranquilidad, su
sentido discriminador y su fuerza autocrítica.
Es totalmente cierto que hay una parte del
guatemalteco de veras generosa, empática, amigable, servicial, incluso
sacrificial. Por tanto muchos extranjeros se sienten muy cómodos en Guatemala (otros, en cambio, no: les parecemos enmielantes,
o llanamente sosos). Siempre y cuando no cedamos a la manipulación, la
sensiblería, el control posesivo, y siempre que no nos disculpemos por todo
hasta el punto del asco (y siempre lo hacemos) somos criaturas relativamente
estimables.
Siendo así de amistosos, no dejamos entrar a
cualquiera a nuestro mundo. Es porque desconfiamos. Con lo cuál encontramos
aquí otra de nuestras inclinaciones psicogregarias: el miedo. Nada nos gustaría
más que nuestra existencia fuera completamente segura, lo cual nos hace
prudentes, pero a veces tanto instinto de seguridad se desborda, y se vuelve
todo fuente potencial de conflicto y hostilidad. Eso explica por qué abundan
los bunkers suburbiales en toda la ciudad y por qué usamos tantos malditos
diminutivos (achicamos el mundo para hacerlo seguro y administrable).
Hay razones legítimas para tener miedo, pero
luego es cierto que hemos creado, inconscientemente, una situación colectiva
que confirma nuestra tendencias paranoicas. Tenemos miedo de nuestra realidad,
pero resulta que nuestra realidad es una manifestación de nuestro miedo.
Por aparte, hay esa cepa de recelo en nosotros
que se traduce como duda procelosa, falta de asertividad y confianza, carnosa
vergüenza, y un sentirse inadecuado. Es todo muy larval.
Cuando nuestros miedos se juntan con nuestras
inercias, caemos pronto en la parálisis.
(Columna publicada el 30 de enero de 2014.)
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