La vecina de Sánchez
Esto me lo contó Sánchez, yo lo voy a consignar.
Resulta que estaba Sánchez en su apartamento, ayer, o anteayer, no sé, con Sabina de fondo, que es lo que invariablemente escucha, y ni modo se queda sin cigarros, y no quiere escuchar a Sabina y no fumar, y decide ir a comprar un paquete nuevo, pero saliendo de su departamento, se topa con su vecina, la anciana, que está toda cubierta de sangre, la vieja.
Puta, dice, no puede evitar decirlo, y a usted qué le pasó. Ella nunca ha sido una persona muy cabal de la cabeza, pero en ese momento posee un particular semblante firmado Poe. Balbucea las mismas ininteligibles palabras. Se agarra con los puños los mechones canados y epilépticos. Está en necesidad de una diazepán o algo.
Sánchez mejor se mete al apartamento de la señora, a ver qué onda. Escucha distante el ronroneo de una lavadora de ropa (una veterana y escéptica General Electric, pudo comprobar luego) mientras se va moviendo por los espacios del departamento, con la misma sagacidad de aquellos tiempos en que andaba, dice él, enmontañado. En el cuarto de doña María del Carmen, que así se llama ella, no hay nadie, ni nada, salvo una revista Hola del año del caldo, sobre el edredón espeso. Sánchez continúa escrutando: el otro cuarto, la sala, el comedor. Al llegar a la cocina, da al fin con el cuerpo, esto es: el cuerpo de la empleada de doña María del Carmen, que ha sido acuchillado unas bastantes veces, y presenta coloraciones ya tirando a psicodélicas. Es una muchachita, diecisiete a lo sumo. La vecina, de pie al lado de un Sánchez atónito, por fin interrumpe su mantra insondable y levanta la voz con claridad sobrecogedora:
–Le dije que dejara de hablar por teléfono, y no hizo caso.
Sánchez percibe: aún en la mano de la niña, el celular. La vieja agarró un cuchillo y, ya senil, se lo plantó con la fuerza que a veces tienen los ancianos, cuando están locos.
Con el mismo celular de la patoja, Sánchez llama a la policía.
(Columna publicada el 24 de septiembre de 2009.)
Resulta que estaba Sánchez en su apartamento, ayer, o anteayer, no sé, con Sabina de fondo, que es lo que invariablemente escucha, y ni modo se queda sin cigarros, y no quiere escuchar a Sabina y no fumar, y decide ir a comprar un paquete nuevo, pero saliendo de su departamento, se topa con su vecina, la anciana, que está toda cubierta de sangre, la vieja.
Puta, dice, no puede evitar decirlo, y a usted qué le pasó. Ella nunca ha sido una persona muy cabal de la cabeza, pero en ese momento posee un particular semblante firmado Poe. Balbucea las mismas ininteligibles palabras. Se agarra con los puños los mechones canados y epilépticos. Está en necesidad de una diazepán o algo.
Sánchez mejor se mete al apartamento de la señora, a ver qué onda. Escucha distante el ronroneo de una lavadora de ropa (una veterana y escéptica General Electric, pudo comprobar luego) mientras se va moviendo por los espacios del departamento, con la misma sagacidad de aquellos tiempos en que andaba, dice él, enmontañado. En el cuarto de doña María del Carmen, que así se llama ella, no hay nadie, ni nada, salvo una revista Hola del año del caldo, sobre el edredón espeso. Sánchez continúa escrutando: el otro cuarto, la sala, el comedor. Al llegar a la cocina, da al fin con el cuerpo, esto es: el cuerpo de la empleada de doña María del Carmen, que ha sido acuchillado unas bastantes veces, y presenta coloraciones ya tirando a psicodélicas. Es una muchachita, diecisiete a lo sumo. La vecina, de pie al lado de un Sánchez atónito, por fin interrumpe su mantra insondable y levanta la voz con claridad sobrecogedora:
–Le dije que dejara de hablar por teléfono, y no hizo caso.
Sánchez percibe: aún en la mano de la niña, el celular. La vieja agarró un cuchillo y, ya senil, se lo plantó con la fuerza que a veces tienen los ancianos, cuando están locos.
Con el mismo celular de la patoja, Sánchez llama a la policía.
(Columna publicada el 24 de septiembre de 2009.)
1 comentario:
Muy buena historia.
Publicar un comentario