Ciudad tiesa
De la Reforma a la Diagonal Seis, de la Zona Viva a la llamada Pequeña Manhattan: la ciudad tiesa, siempre buscando un alivio de codeína en las nubes...
¡Qué sed de no ser suelo! Cualquier parche horizontal será dado en holocausto a los dioses de los diez mil pisos, a los dioses del skyline. Franjas urbanas que en el pasado fueron ultraserenas, casi franciscanas, hoy están siendo renderizadas por arquitectos voraces.
Muchas personas, no obstante, no buscan pertrecharse en las alturas: más bien buscan la seguridad demoníaca de las comunidades cerradas. Verán: cualquier posibilidad de yuxtaposición, de contacto, les aterra. Profundamente. Y de esa cuenta optan por establecer un pacto fáustico en donde sacrifican su propio sentido de solidaridad y de apertura por el césped de una cárcel en suburbia. Ciudadelas prístinas, en donde las residencias son todas –burtonianamente– iguales, y padres prósperos de familia pagan con gran puntualidad las cuotas de mantenimiento y lamen sus gárgolas de marca, y los niños van en bicicleta, mientras aguardan su turno de ser asesinos.
Pero no todos cuentan con el lujo de una talanquera. Están aquellos que simplemente son refundidos en barrios marginales y asentamientos sobrepoblados en donde te desuellan vivo por no bajar la mirada, y hay escenas de sangre todas las noches y todas las mañanas, y cuerpos tirados en las banquetas que un fotorreportero ebrio y díscolo nunca alcanza a fotografiar del todo.
También se da el fenómeno del exilio: las ciudades satélite. Ustedes saben: muchedumbres virales, viajando horas en bus para ir a trabajar –¡a trabajar!– y siempre alguien les termina apuntando con una pistola cochambrosa, les quita el celular, y de paso la vida.
Por último, están aquellos que no viven en casas: viven en carros. Y allí envejecen, extrañando a sus hijos. La ciudad de Guatemala es ese vudú doll en donde un alma enferma practica la brujería de la multiplicación.
(Columna publicada el 27 de agosto de 2009.)
¡Qué sed de no ser suelo! Cualquier parche horizontal será dado en holocausto a los dioses de los diez mil pisos, a los dioses del skyline. Franjas urbanas que en el pasado fueron ultraserenas, casi franciscanas, hoy están siendo renderizadas por arquitectos voraces.
Muchas personas, no obstante, no buscan pertrecharse en las alturas: más bien buscan la seguridad demoníaca de las comunidades cerradas. Verán: cualquier posibilidad de yuxtaposición, de contacto, les aterra. Profundamente. Y de esa cuenta optan por establecer un pacto fáustico en donde sacrifican su propio sentido de solidaridad y de apertura por el césped de una cárcel en suburbia. Ciudadelas prístinas, en donde las residencias son todas –burtonianamente– iguales, y padres prósperos de familia pagan con gran puntualidad las cuotas de mantenimiento y lamen sus gárgolas de marca, y los niños van en bicicleta, mientras aguardan su turno de ser asesinos.
Pero no todos cuentan con el lujo de una talanquera. Están aquellos que simplemente son refundidos en barrios marginales y asentamientos sobrepoblados en donde te desuellan vivo por no bajar la mirada, y hay escenas de sangre todas las noches y todas las mañanas, y cuerpos tirados en las banquetas que un fotorreportero ebrio y díscolo nunca alcanza a fotografiar del todo.
También se da el fenómeno del exilio: las ciudades satélite. Ustedes saben: muchedumbres virales, viajando horas en bus para ir a trabajar –¡a trabajar!– y siempre alguien les termina apuntando con una pistola cochambrosa, les quita el celular, y de paso la vida.
Por último, están aquellos que no viven en casas: viven en carros. Y allí envejecen, extrañando a sus hijos. La ciudad de Guatemala es ese vudú doll en donde un alma enferma practica la brujería de la multiplicación.
(Columna publicada el 27 de agosto de 2009.)
1 comentario:
Esta columna tuya ha pegado centro: en estos días me he pasado renegando de la infeliz decisión de comprar casa en la zona 11 y trabajar en la zona 10. 45 minutos asegurados de infernal tráfico cada dia. Pero al menos, no vivo en el carro. Aún.
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