Call center
En la calle, hay un grupito de personas, cinco, seis, todas trabajan en el call center, todas han salido básicamente a fumar. El asunto es fumar, distenderse un poco. Un receso, antes de volver a ingresar al edificio, establecerse en el lugar establecido, y repetir el ritual de unir las palabras de un modo mecánico y servicial para alguien que vive en un país más rico y cuya vida sobre todo ignoran, pero intuyen; para alguien que pregunta algo, declara algo, y exige algo, circularmente.
Así que son cinco, seis; ensayan una carcajada fértil, liberadora: se adivina que alguno entre los presentes ha contado un chiste, con éxito. Y ahora una chica –es tan joven– está saliendo por la puerta, y saluda al guardia, le dice: “¿Qué pasó, poli?” Lo ha dicho sin demasiada condescendencia, inclusive con algún cariño, pero sin la posibilidad de un contacto humano auténtico –cosa que ambos, tanto ella, como el guardia, saben. La chica se une al grupo, saca a su vez un cigarro, pide fuego, en poco tiempo está riendo, con los demás.
Pero no es ella quien realmente nos interesa, no: es otra chica, que de hecho no está en el grupo, está más lejos, sola, del otro lado de la calle. Y habla por teléfono, y por alguna razón está llorando. ¿Conversa con un amante que ya no la desea? ¿Estará recibiendo noticias hiperbólicas, digamos trágicas? ¿Acaso le comunican que su padre tiene cáncer, que su mejor amiga murió en un confuso accidente de carro? La chica vindica, solloza, no se anima a decir nada, pero casi grita, de pronto. Este momento, de incontrolable dolor y belleza, parece no terminar nunca.
Y sin embargo, pasados unos diez o quince minutos, el momento ha terminado. La chica se arregla el rostro, recobra la compostura, entra al edificio (y el policía la mira como queriéndole decir algo, pero no se atreve) y la chica procede, como todos los días, a contestar llamadas, en el call center.
(Columna publicada el 20 de agosto de 2009.)
Así que son cinco, seis; ensayan una carcajada fértil, liberadora: se adivina que alguno entre los presentes ha contado un chiste, con éxito. Y ahora una chica –es tan joven– está saliendo por la puerta, y saluda al guardia, le dice: “¿Qué pasó, poli?” Lo ha dicho sin demasiada condescendencia, inclusive con algún cariño, pero sin la posibilidad de un contacto humano auténtico –cosa que ambos, tanto ella, como el guardia, saben. La chica se une al grupo, saca a su vez un cigarro, pide fuego, en poco tiempo está riendo, con los demás.
Pero no es ella quien realmente nos interesa, no: es otra chica, que de hecho no está en el grupo, está más lejos, sola, del otro lado de la calle. Y habla por teléfono, y por alguna razón está llorando. ¿Conversa con un amante que ya no la desea? ¿Estará recibiendo noticias hiperbólicas, digamos trágicas? ¿Acaso le comunican que su padre tiene cáncer, que su mejor amiga murió en un confuso accidente de carro? La chica vindica, solloza, no se anima a decir nada, pero casi grita, de pronto. Este momento, de incontrolable dolor y belleza, parece no terminar nunca.
Y sin embargo, pasados unos diez o quince minutos, el momento ha terminado. La chica se arregla el rostro, recobra la compostura, entra al edificio (y el policía la mira como queriéndole decir algo, pero no se atreve) y la chica procede, como todos los días, a contestar llamadas, en el call center.
(Columna publicada el 20 de agosto de 2009.)
1 comentario:
es un gran contraste el que lográs al contraponer las llamadas muertas que hacen rutinariamente en el call center, y la llamada tan emotiva que tiene afuera del edificio .... me ha parecido un tanto triste ...>.<
saludos ..
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