Cicigia (5)
Dije, cuando empecé esta serie, que hablaría a favor y hablaría en contra de CICIG. Ahora en contra.
Lo primero que me nace decir es que sin una matriz cultural de transparencia, el enfoque de fiscalizar y atacar la corrupción será siempre insuficiente. Mi sentir, pues, es que es imposible establecer una sociedad institucionalizada limpia a partir de un enfoque negativo. Desde el mismo nombre de la Comisión se siente y corrobora esta debilidad, esta falla conceptual.Es un error pensar que la lucha "contra" la corrupción traerá correlativamente un estado –no digamos un Estado– de transparencia.
No se trata de darle la espalda a esta noble tarea –la de desarticular y deconstruir– pero sí de abrir un modelo afirmativo que entienda y propague las construcciones de consciencia, las ingenierías consensuales, las condiciones biológicas y socioambientales, los contornos conductuales, las prácticas y procesos propios de una cultura de la integridad. Eso no es trabajo de fiscales, sino de filósofos, desarrolladores y arquitectos culturales, que entiendan a fondo el país, su complejidad histórica e intersocial, y puedan ver más allá de todo reduccionismo ideológico u operativo.Desde luego, la CICIG no tiene, en mi humilde opinión, la capacidad ni autoridad téorica, operativa o bien metaideológica para asegurareste transicionamiento de entidad fiscalizadora a propugnadora de diseños estatales.
Ante la falta de una filosofía afirmativa, Iván Velásquez se decanta por el moralismo. Recuerdo que hace un par de años hablaba en un tuit de la hipocresía de los corruptos. Y yo pensé: ese señor va por mal camino. Que los juzguen por corruptos, por delincuentes, por asesinos, no por hipócritas. Que los juzguen por esta ley y no por aquella. Sin contar que en el stock exchange de la hipocresía todos tenemos sendas acciones, y dudo que la CICIG escape a la regla. Velázquez, con su post, habló como un auténtico Jerarca Legalista, y bajo el sol infinito de la Jerusalén Institucional exudó no poca soberbia, merodeando aguas que no le competen. Tengo un problema, porque tengo memoria, cuando un poderoso aparato fiscalizador ingresa criterios tanto deontológicos como valoraciones de carácter en su discurso público.
Un problema con el moralismo institucional es que da lugar, de manera deliberada o inconsciente, al maniqueísmo: aquí los buenos y allá los malos, aquí los amigos y allá los enemigos. Cuando CICIG permitió que el discurso se emplazara en esos términos, fraguó un Frankestein que estaba mucho más allá de su control.
Yo no soy ingenuo: por supuesto que la CICIG posee una dimensión política, pero otra cosa es cuando eso ya se convierte en una estrategia comunicacional y de PR. Puede que no lo hiciera directamente, pero sí que lo hizo a través de operadores mediáticos satelitales, o a través de sus mismos seguidores, que se dieron a la tarea de dirigir y normativizar el discurso público, con lo cual un cierto ostracismo empezó a adquirir fuerza. Pero está claro que no todos aquellos quienes disentían con la CICIG formaban parte de los "poderes oscuros".
El backlash fue proverbial.
(Buscando a Syd publicada el 27 de diciembre de 2018 en El Periódico.)
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