Tiempo de aire
El
ciego.– Y ahora
entiendo que al mundo vine a
escuchar tus ojos.
Espacio
negro en llamas.– Estos
somos nosotros, más bien ardiendo. Estos nuestros largos dedos que se están
quemando. Incluso el espacio negro es un
diamante en llamas. ¿Fuimos nosotros quienes empezamos este fuego, este total
insomnio? Viudos de nuestra piel, gritamos.
El
viajero.– Corres a la
terminal del aeropuerto, y vas como
un loco, jadeando tu miseria. Aunque tienes hambre, y aunque tienes sueño, no
te detienes, te apuras, continúas corriendo, para no perder así el avión. Y llegas, pero el avión no está ahí. Y no solo no está ahí: ni siquiera existe. No
existe el avión, y tampoco la terminal, ni el mismo aeropuerto. No hay viaje,
como tal. Lo cuál sería aceptable, si no fuera por el hecho que tampoco hay
viajero.
Famoso.–
Todos me miran. Soy
famoso. Nadie me mira.
Nomás
un segundo.– El
ascensor asciende o desciende pero tú no puedes bajar del ascensor. Los otros sí, por cierta razón. Se
bajan del ascensor y se suben sin duda. Unos vienen sin ojos (un pájaro se los
habrá quitado). Otros tienen el pelo
largo, larguísimo, como un juramento inacabable. Cuando intentas jalarlo se
deshace en tus manos. También los hay quienes llevan puestas horribles camisas
hawaianas. El ascensor se llena, sí, hasta el punto en que no se puede
respirar. Entonces es como un vagón
de judíos, rumbo a un campo de concentración. Otras veces el ascensor está
perfectamente vacío. Estás tú nomás, y junto a ti flota un corazón de perro, del
cual descienden minuciosas gotas de sangre. A veces está tan vacío que ni
siquiera estás tú: solo tu rumor, tu posibilidad. Pero la mayor parte del
tiempo sí estás ahí, y por tanto gritas. Cuando gritas se detiene un segundo el
ascensor. Es como si el ascensor pudiera oírte.
Tiempo
de aire.– La chica, la única que ha escapado del asesino, consigue por fin una señal, en su
celular. Lamentablemente su tiempo
de aire ha terminado.
El
mar no tiene calles.– Un
náufrago calcinado, engavetado por el mar.
Flotando con un tablón, en el abismo de las olas. Cintilan o fosforescen las olas sin cesar. Ciegas en la noche,
sordas en el día. Y sobre ellas un
náufrago, su magra plegaria. ¿Hay más allá, más abajo, raudos pueblos de
tiburones? Hay. Si le dieran un
plato de comida envenenada, lo devoraría en el acto. Si pudiera poner su pesada
angustia en un baúl, se hundiría en su interior. Es una imposibilidad, claro:
el mar no tiene calles. El náufrago, purificado por la sal, entiende claramente
su posición en el universo.
Violencia
doméstica.– Hubo de
salir corriendo: el vestido desgarrado, la nariz en sangre, el dedo roto. Él
quedó en la sala, machacada la yugular, por un pedazo de espejo. ¿Y qué otra
cosa iba a hacer: permitir que le siguiera pegando, abusando de ella, como cada
noche? Mientras da explicaciones al oficial, llora. En secreto, más bien ríe.
Luz.– La lámpara alumbra la lector, deslumbrado por el libro.
(Buscando a Syd publicada el 1 de marzo
de 2018 en El Periódico.)
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