Selfie
«Le Sang d´un Poète», de Cocteau |
Selfie.– Pretende, como siempre lo haces, que tu años, los encalados, no vienen a menos. Miente sobre lo mucho que te gusta abrazar a tu perro. Aparenta que el atardecer te provoca aún un asombro. Y convéncete que viajando se te quitará la tristeza. Que tus amigas te quieren, y que tú las quieres a ellas. Finge (nuevamente) que conocerás al Sacerdote de tus sueños. Que los naipes guardan para ti una verdad singular. Simula que tu cara no está cortada, que tus párpados no están tatuados con el sino del tedio. Sigue repitiendo tan vieja mentira: que todavía le quedan capítulos excitantes a esa chirajo desesperado que llamas vida... Luego tómate una selfie.
Has
llegado a casa.– La
fiesta hace rato que perdió brillo y emana incontables signos de decadencia,
pero te resistes a salir de ella, porque no estás listo para regresar a casa,
así que deambulas entre penumbras, en los pasillos, llevando una rosa de asco
en la mano, y los seres son como islas de risa y maldad, y sientes que algo muy
malo te va a pasar, si no escapas pronto de ahí, así que tomas un Uber, y como
otras veces el conductor intenta iniciar una conversación contigo, que encalla
inevitablemente en puerilidades, y termina en completa retracción, lo cual es
entendible, sobre todo a estas horas, cuando todavía no es de día, aunque muy
pronto lo será, y te gustaría que nunca lo fuera, porque las luces de los
semáforos se reflejan en las calles tan mojadas y la verdad te gustaría
continuar en este vehículo, manejado por un completo extraño, circulando por
avenidas desertadas, te gustaría nunca llegar a casa, pero no llegar no es
factible, el carro se detiene delante de tu puerta, que abres, luego de buscar
por un rato la llave, la correcta, y al presionar el interruptor de luz, tu
pequeña sala emerge, eminentemente vacía, tu mirada navega el espacio, que es
tuyo, pero anónimo, y sobre una bandeja hay restos de comida, que aún no estás
preparado para tirar.
Las
estatuas.– Las estatuas
callan a coro, alargando la luz abandonada. Son, más que estatuas, preguntas, preguntas
que siguen o se quiebran. Descubrí muy tarde en la vida las estatuas. Hoy
quiero verlas hasta que ellas me vean a mí.
Pastillas.– Cierto tipo de pastillas me dan calma.
Pequeños jardines en donde un rey mata a su esposa histérica con un cetro. Me
oigo llorar, pero no siento nada. Son quinientas horas de paz. Consideren que
he vuelto a cenar con los demás. Afirmo que sus miradas ya no tienen efecto.
Cierto que los relojes se borran un poco. Los marcos de las puertas. No tiene
importancia. Es química. Es gelatina. Oso no sentir.
Quema
tu aldea.– No dejes un
rincón de tu aldea sin arder. Húndela en la extensa tiniebla del fuego. Mírala
hacerse humo y alimentar el cielo. El polen de la ceniza cubrirá los caminos.
Quema a tus hermanos y sus animales. ¿Qué hicieron ellos por ti, alguna vez? Que
griten, que griten sus alas egoístas. Que sus gritos se arrastren sobre lo
negro. Al modo de un Dios, quema este lugar, que no te perdonó que fueras tú
mismo.
(Buscando a Syd publicada el 8 de febrero
de 2018 en El Periódico.)
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