Éramos niños
Éramos
niños.– Éramos niños y
nos gustaba tocar insectos. También rodar por los barrancos hasta los Abismos
del Pelo Mojado. No eran ni las diez, y ya los senderos nos indicaban mundos
fantásticos de cuevas, shurikens, demonios a derribar, entre las hierbas
eternas. Y qué extraño era cuando los árboles nos petrificaban en su resina
dorada. Entonces había que esperar hasta que el cenit derritiera el barniz. El
primero en liberarse ayudaba a los demás. Seguidamente, abríamos franjas en
puntos secretos y ahí escondíamos las armas y puñales del mañana (nunca
habríamos de recordar donde fueron puestos). Volvíamos heridos, ensangrentados
y felices, y comíamos mucho, mientras nuestros padres hablaban de cosas
confidenciales, turbias y enlutadas, propias de la circunstancia y de la época
(éramos niños, éramos tan niños). Por la tarde, volvíamos a salir, nuestras
pequeñas manos vírgenes se armaban de piedras y rompían Cosas. Luego migrábamos
a los cementerios de la chatarra, y caminábamos a la par de los ríos
residuales. También consultábamos al Muerto del Domingo, el de la Fábrica en
Ruinas: «Señor Declinado, ¿cuánta felicidad aún nos queda». «Aún hay tiempo»,
contestaba, por tanto corríamos y corríamos (¿cómo puede ser que nunca nos
cansáramos?) y visitábamos los gigantescos agujeros de la tierra, en donde los
albañiles luminosos todavía jugaban al fútbol. Regresábamos con la última tarde
y una sensación horrible en el pecho: no habíamos hecho los Deberes y las
Tareas. ¿De qué hablaban nuestros padres, por cierto, que ya no comen con
nosotros?
En
el turno de la noche.– Convengamos
que en el turno de la noche es cuando ocurren las cosas más extrañas. Para
empezar, las ratas brotan de las tinieblas, con pequeños insectos en sus lomos.
Sin el efecto del sol, los arcontes venidos a menos cuentan historias
vergonzantes de la vida pública. Se oyen a las viejas, grotescas cortesanas,
reclamar a sus hijos abortados. Los
ciegos salmodian, entre los pasillos, extraños sortilegios, de raras
vibraciones. Un mesías entra a la tienda en un asno confundido, y ofende a los
presentes. Las cosas de plástico se hacen de bronce, y las cosas de bronce se
hacen de hueso. Es en la noche cuando los reidores establecen los nuevos
códigos de su ironía. Y cuando los onanistas pasan a ser los beneméritos –y
cuando los muertos se quitan por fin la máscara. En el parqueo suenan tres
tiros bien marcados, durante el turno de la noche.
Precauciones.– Esta es la guerra, la perpetua. Nuevamente
la lluvia se transforma en carne. Y los días vuelven a traer sus sangres
prolongadas. Por lo mismo es que se les aconseja mucho a las niñas que se cosan
los cuchillos a las manos. Se les explica: la vida es noche y siempre fracasa.
Así advertidas, se les insta a matar sus hermanos. Y a las madres se les ruega
que destruyan sus vecindades, de tal manera que el mismo enemigo ya no pueda
hacerlo.
(Buscando a Syd publicada el 8 de febrero
de 2018 en El Periódico.)
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