Frío en las cavernas
Aviones.–
Los aviones siguen
siendo la posteridad, la esperanza. No llevan a ningún lado, en rigor nunca lo
hicieron. Pero queda la sensación de que están por encima de las deudas y los divorcios. Desde acá veo los blanquísimos aviones,
mientras los primogénitos mueren.
Frío
en las cavernas.– Hay
frío en las cavernas en donde los antepasados, que todavía no saben cantar,
dibujan al que aún no entienden, humano del mañana, que mañana los contemplará, en los museos.
Llueve.–
Llueve sobre la
ciudad–ostra, y sus eternos neones; sobre los viejos albos edificios de puertas
silenciosas; sigue lloviendo sobre el
estacionamiento semivacío; sobre las
bancas lastimadas, nocturnas, del parque sucio; sobre los barcos del muelle, con su óxido jaspeado; llueve sobre los tristes, inconsolables
charcos que nadie mira. Llueve; alguien dispara.
Gasolina.–
Te traje a esta playa
nomás para matarte. He querido
decirte cosas, decirte mi angustia eléctrica, pero ya decirlo –a estas alturas– no bastará, y menos ante estas
olas que son criaturas inequívocas del frío. Ha sido tanta la vergüenza, y tan diáfana
corriendo por las acequias inmundas del odio. Por el mar, y para el cielo, traje esta pistola, y también la gasolina.
Todas tus costumbres cesarán esta noche. Me das asco, amado Padre.
Un
desesperado silencio.– Pobre
anciana: se está quedando, del puro cansancio, atrás. El grupo eléctrico avanza y la olvida, la abandona, la va dejando a su suerte. Y lo que antes era un trajinar de pies sobre el camino, una nube
de sonidos en el polvo, es cada vez más, en su caso, un desesperado silencio.
Unos voltean, es cierto, pero no vuelven por ella: saben que está condenada, y
ellos mismos la están condenando. Pronto caerá; será el alimento de los
lobos.
Adentro.–
Tus instintos,
fallidos, están congelados, en la sal de este miedo oscuriforme, en este azufre
de grito, en esta raíz de pavor, en esta lenta porción de pánico que te llaga
los nervios y te impide asumir pues algún curso de acción. Otro ya entra, otro está entrando, al lugar en donde estás domiciliado, y es una sensación muy agria:
presentir los pasos lentos de alguien
que sabe, a no dudarlo, que estás en casa. ¿Es alguien? Quizás. Quizás no. Quizás es
algo, quizás una mera silueta, esquina de algo innombrable, ni siquiera formal, la espesa rodaja de un mundo incomprensible, intratable. Ahí abajo camina y circula la
cosa–que–acecha (y los espejos emanan
un alcohol, un vaho de ansiedad) y a
diferencia de ti, sí se mueve: por las escaleras, hasta la puerta, que toca, por alguna razón, antes, y
luego abre, y al abrirse la puerta, se
abre algo en tu ser, y deja pasar al invitado, que ahora está más adentro.
Llamas.–
Estás en llamas, y tu mundo también. Pero eso qué importa. La
versión de tu móvil ya es resistente
al fuego.
(Buscando a Syd publicada el 7 de diciembre
de 2017 en El Periódico.)
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