Las buenas personas
La
caja.– Suena el timbre.
Abres la puerta. Hay una caja ahí. Y nadie en el corredor. Entras con la caja. No sabes si abrirla. Finalmente la abres. Adentro hay una
nota. Está escrita con tu letra.
Dice: no abras la puerta.
He
soñado con un robot.– He
soñado con un robot para hacerme compañía, en los días más pesados. He soñado
con un robot transfinito con alas como un ángel y un orbe en la mano. He soñado
con un robot que corte el cereal, mientras los cuervos graznan a lo lejos. Un
rojo robot que me diga atinados comentarios sobre mis elecciones
vestimentarias. Que camine y camine conmigo en el desierto, durante los
cuarenta años de rigor. Que me lleve pues al mar, en un descapotable, a ver los
eclipses y las ballenas expirar. Un robot que fornique conmigo y me diga cosas
sucias y me desgarre cosas dentro. He soñado con un robot sensible que emita
lágrimas frente a sus propios abismos. Un robot, en resumen, con el cual recordemos
juntos los buenos viejos tiempos. Que, llegado el momento, me tape con una
frazadita: que me haga la eutanasia.
Sábanas
livianas.– Las cortinas insólitas atestiguan el hilo de nada
que une el candelabro con el marco
quieto de la puerta, el marco quieto
de la puerta con el antiguo reloj, el antiguo reloj con la ciega alfombra
desvaída, la ciega alfombra desvaída con el lento crucifijo, el lento crucifijo
con los claroscuros del pasillo. ¿Para
quien serán los cuadros, ahora? ¿Las
cosas sembradas y arrancadas? ¿El espejo invulnerable, del cual fluye la
nostalgia, en fantasmal germinación? Por
momentos, nos parece ver a alguien que fue feliz, que viajó y volvió a esta
casa, que encontró una gata, es decir una amiga, caminando cercana a los muebles pesados, para siempre cubiertos con sábanas livianas. Por alguna razón no
hay niños, afuera. Afuera lo que hay es un árbol quejándose. Pero mejor se queja la cómoda, adentro,
crujiendo a la hora en que las cosas crujen,
y entendemos que aquí hay una caja negra, y en ella una gota: es la gota de siempre, la lenta gota rutinaria
del veneno de todos los días, hoy
congelada en su resina amarillenta. Va quedando la bruma en las escaleras, el rumor de los que, atroces, se han
ido. Y una carta, como una isla, sobre la mesa grana y vacía. Este es el último inventario.
Las
buenas personas.– Nosotros,
personas de bien, que estudiamos y trabajamos tanto, que criamos familias bellas y ejemplares, que hemos dado ropa
usada a los más necesitados, exigimos
que a las otras personas se les inyecte cloruro de potasio.
Los
adolescentes.– Son los adolescentes. Lloran en los food courts. Mutan como xenomorfos. Lamen sus
teléfonos celulares. Se hacen heriditas en las ingles. Vomitan tiernos granos
de maíz. No se acuerdan de sacar la
basura. Martillan los cerebelos de sus padres. Producen un asqueroso polen
sexual. Usan sapos secos como dispositivos para fumar sustancias. ¿No
recuerdas? Tú también fuiste uno de ellos.
(Buscando a Syd publicada el 14 de
diciembre de 2017 en El Periódico.)
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