Mala noticia
Un
hombre solo.– Un hombre solo, inquilino de un lugar en donde nadie
vive, cansado ya de decir buenos días a personas que no conoce, fatigado ya de
tantos inviernos, de arar y de toser, de acumular migajas, ha tomado una decisión viril que ya no podrá lamentar. Este hombre es como un minotauro; su nota de suicidio es su laberinto.
Les
mostraré.– Desde esta esplendente terraza deseo
compartir algo especial con ustedes,
mis bellos amigos: puedo volar, el abajo no existe. La gravedad, lo veo con
total claridad, es una superstición, que hemos peinado neciamente durante
innumerables siglos. Lo cierto es que la conciencia no puede ser tocada por las
cárceles de la materia. No, amigos, esto no tiene que ver con las catorce
unidades de ácido que compré anteayer en esa fiesta. Puedo ver que no me creen:
les mostraré.
Mala
noticia.– No es la
noticia que esperabas, ¿verdad? Abriste la almeja y había ahí una navaja.
Esperabas miel, viejo, y te dieron un virus: rocío, cuando de súbito fuiste atropellado, a la salida del cine, por unos feroces corceles. ¿En qué momento aconteció todo esto? Si estabas tan bien, en el jardín
abierto, bajo los árboles de frutos pronosticados. Si tenías puesto el guante
lento de la calma. Y de golpe los negreros viéndote los dientes. El médico
pronunciando las palabras temidas. Estoy embarazada, dijo ella, con su carita
asustada.
La
espera ha terminado.– Vístete: algo especial está pasando. Los carros se
han llenado de heces. Los dientes se pusieron negrísimos. Y las encintas amanecieron cosidas. ¿No son esos los signos del Amo?
Seguirás
perdiendo.– Es la verdad: no sabes soltar. Tú mismo retienes las
jaurías que te están persiguiendo. ¿Cuándo entenderás, invidente, que esta
preciosa fábula tuya es la membrana
malva de tu cárcel? Hasta que
aprendas a perder, seguirás perdiendo.
Los
grandes.– Hay cabrones así: eximidos, fluidos, diurnos, vastos, completos. Al lado de ellos, los demás parecemos
infrahumanos, subgentes. ¿Qué somos, en comparación? Entes de cartón, o algo
parecido. Cuando nosotros cerramos los ojos, queda el terror de estar vivos.
Cuando ellos cierran los ojos, reciben emanaciones de gracia pura. Nunca son
tocados por la greda y la neurosis, pues son de relámpago, de alarido y de
asombro, y sus pechos son como paraísos portátiles. Las bahías, las copas, los
espejos, los cielos y murciélagos lo saben.
Toda la existencia condicionada le rinde homenaje a estos grandes. Los demás, humildes, los miramos; y
los detestamos, en silencio.
Entre
las hojas hay vacíos. Algo me dice que no siga ese camino; pero algo me dice que siga adelante.
El fondo son los árboles del domingo; el sonido, en coro, de los pájaros. Todo
parece tan campestre y tan diurno. Salvo que no lo es. Entre las hojas hay vacíos;
y entre la luz hay varias sombras. Avanzo por el sendero, vencido por una curiosidad ciega, por
una sed, que es otro lamento. Por fin llego a la cabaña; ahí estoy yo, esperándome, con
un revolver en la sien. Y la niebla lo repite todo.
(Buscando a Syd publicada el 16 de noviembre
de 2017 en El Periódico.)
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