La dura verdad
Las
cosas están vivas.– Verdaderamente
son cosas, pero están vivas. Pasa que viven en un gran río de olvido. A las
cosas (y los cráneos) nadie les pone atención. Bueno: a veces les ponemos
alguna atención, pero es sobre todo para ponernos atención a nosotros mismos. Usamos
a las cosas y las quebramos. Es por eso que las cosas nos odian tanto. Lo hacen
en silencio, claro: no pueden hablar. Tampoco pueden caminar hacia otras cosas:
por tanto se sienten muy solas, muy equidistantes. Las cosas son como unos
gorriones tensos y asustados. Su tragedia es que no pueden temblar.
Página
en blanco.– Página en blanco exige
matar. Exige: asesinar algo, a machetazos, mientras los quince monos de la tarde
gritan histéricos la gloria de la sangre. En tal sentido el escritor tiene una
enorme presión. Si no consigue redactar por lo menos un párrafo, saldrá a las
calles a buscar algún perrito vencido, lo llevará a su departamento, después a
su cuarto. Una gran presión para el escritor, sí. Por mi parte, estoy salvado:
terminé esta línea.
Una
torre.– Esta es una de esas fiestas.
Las hiperdrogas comienzan a liberarse por todo tu organismo: ya todo es fuego.
Circulas por muchos cuartos (y muchos tiene la mansión) en donde las bestias
jetonas, y de extrañas cervices, fornican con blancas modelos esqueléticas. Te
acodas en balcones a platicar con influyentes y otros notables, que ríen de
exageradas maneras, mirando, abajo, los altos jardines, en forma de gigantes
pentáculos. Laberintos, realmente, en donde corren los súbitos cuerpos de
máscaras torcidas. Más allá, al fondo del parque, hay una torre hidalga y
oscura. Has oído hablar seis veces de ella, de los buitres que la van
cubriendo. Hacia esa torre te encaminas.
El
espanto en tu rostro.– Amigo:
enciende una vela. Nada cambiará, es cierto. Los dioses no existen. Pero veré
por lo menos el espanto en tu rostro. Las ratas que se juntan para comernos los
pies.
El
pintor.– Por fin has encontrado, en
el jardín, al pintor. El que supo captar la personalidad de tus manos y rostro.
El que tiñera para ti tantísimas sombras y fulgores. El mismo que ha dispuesto
los elementos de tu crucial escenario. Te gustaría preguntarle tantas cosas,
pero ya te está borrando.
En el
carro.– En el carro vamos ambos y un
silencio. Es mejor así. La lluvia es ya lo opaco de la lluvia, lo derrumbado de
la lluvia. La calle sigue pero no tiene remedio.
Urna
suave y súbita.– Perdiste
al nene. Era una pequeña niebla de nervios, una urna suave y súbita en tu
vientre. A esa casi ausencia le hablabas, a ese cordero apenas siluetado, a ese
pedazo de fe y de mañana. Y ya sentías en ti la sed de su vida, tierna
vibración forjando una historia. Ayer lo perdiste. No por innacido está menos
muerto.
La dura
verdad.– Lo suyo es gemir sin
consideración. Su vagina carece de presumible medida. Su saliva se ha mezclado
con el semen de innumerables varones: ellos captan que le encanta ser
pisoteada, humillada. No es que seas un padre celoso o macho. Es que tu hija,
tu pequeña hija, es una puta.
(Buscando a Syd publicada el 2 de noviembre
de 2017 en El Periódico.)
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