Una vida confinada
Implosiono por tres razones: me rinde
una vida significativa; me rinde una vida privada; me rinde una vida segura, no
poca cosa, especialmente en este sumidero de fuego–sangre, llamado Guatesádica.
Una vida significativa, entonces. Que en
mi caso quiere decir una vida reflexiva, contemplativa, literaria. No soy ningún
monje, pero en realidad sí un poco: un monje seglar. La cuestión es evitar
muchas experiencias para así demarcar otras, más tasadas, más exclusivas, más
saturadas de sentido. Es tan fácil extraviarse, desperdiciar la existencia en cosas
banales. Y las personas se vuelven hoarders de esas vivencias, poniéndolas
todas en un inacabable altar. Conozco gente que invierte una fantástica cantidad
de tiempo y energía en ir a fiestas y bares, por ejemplo, el gravamen siendo
enorme. Tomen en cuenta que yo conozco ese mundo, lo exploré profundamente.
Pero ni la fiesta más extraordinaria ni la droga más exquisita pueden
compararse con el gozo real de una vida interior. Descuiden, no estoy vestido
de blanco, ni nada por el estilo. No voy
persiguiendo Gurús en la India. De hecho, me parece que eso de desplazar el
cuerpo en tierras exóticas para perseguir experiencias espirituales puede tener
algo de muy pueril y supersticioso. ¿Cómo se va a trascender el viaje viajando,
por demás? Eso es para mocosos. La libertad será aquí y ahora o no será.
Aparte de una vida significativa, lo que
me parece irrevocablemente necesario es tener un espacio privado, un espacio
propio. Ese mismo espacio que los móviles y las redes sociales vinieron a derrocar.
Comprendo que esto puede degenerar fácilmente en egoísmo, en aislamiento, en
indiferencia, pero de otra parte hay retiros que son muy generosos, muy
sensibles y muy creativos. Yo siempre pienso en Kant escribiendo sus cositas,
sin jamás salir de su pueblo. Leía la otra vez una entrevista con un autor
español, en donde este decía que si Kant hubiese salido de su pueblo, hubiese
sido un filósofo menor. Por mi parte, también pienso en aquel yogui metido en
una cueva: desde esa profunda reclusión mística salva a la humanidad tanto o
más que aquel cuya dedicación consiste en dar de comer a los mismísimos hambrientos.
La intimidad no es un error. Es una dimensión extremadamente importante, no
solo para el individuo: para la sociedad. Como sea, a mí me gusta. Es la forma
en que estoy cableado, y a mi juicio merece ser honrada.
Desde luego, aislarse rinde paz, seguridad
y confort, confort del cual nunca he sido enemigo. Argumentarán que el que
siempre busca seguridad termina de cobarde. Y en cierto modo llevan la razón. Precisamos
salir de la zona de confort, porque eso nos ofrece nuevas competencias y
registros, y por supuesto expande nuestro mundo y nos da algún coraje. Por ello
en una época me dediqué a generar toda clase de aventuras rurales o urbanas,
con un hacha temeraria en la mano. Mi percepción es que meterme a esos lugares
hoy en día no solo no agrandaría significativamente lo que ya sé y entiendo: sería
llanamente irresponsable. Esa integridad, la física, es que tampoco hay que
darla por sentada. A mi modo de verlo, no hay nada de heroico en morir en manos
de un orco. De otra parte, soy de los que piensa que el universo entero está en
nosotros: la beatitud y la miseria, la luz y la densa oscuridad.
Así pues, hay quienes consideran que
vivir es vivir afuera, pero para mí hay tanta o más vida en lo confinado.
(Buscando a Syd publicada el 14 de
septiembre de 2017 en El Periódico.)
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