Ratas
Visto el documental de Morgan Spurlock, llamado Rats (1916, pueden verlo en Netflix). Miren que me he quedado con los pelos parados. No es un documental para estómagos blandos, eso de plano. Para cuando uno termina de verlo ya está vomitando profusamente.
En efecto, es gory y es espeluznante.
Espeluznante la capacidad de sobrevivir y adaptarse de estos animales, el
peligro que representan como focos infecciosos y portadores de parásitos. El
docu se encarga de mostrarnos con lujo de footage el reinado repugnante de
estos roedores, reinado que ha atravesado los siglos, sembrando enfermedades
nada primaverales (célebremente, la peste bubónica). En verdad, hay una razón
biológica por la cual las detestamos tanto. Y como las detestamos tanto, les
hacemos la guerra; pero ellas siempre
encuentran, simbióticamente, rutas alternas de sobrevivencia.
Rats nos lleva a distintas ciudades, para
observar este fenómeno, este insomnio de pelos y hambre que son las ratas. Empieza
–cómo iba a ser de otro modo– en Nueva York. Quien ha estado en Nueva York ha
visto esos promontorios ciegos de basura, que es el festín de millones de peludas,
las cuales ya ni se molestan en esconderse (ahora recuerdo haber estado en
Paris y comer en un restaurante y verlas pasar en fila, como si nada, de una
pared a otra, cuál tu Ratatouille). Están en todos lados, las malditas, todo lo
permean. Nueva York se levanta sobre una ciudad subterránea de ratas, ratas por
demás extremadamente estratégicas e inteligentes, aparte de malignas.
Genéticamente se adaptan a cualquier
cosa. Los pesticidas ya nos les hacen mella (ahora son capaces de ingerir 2000
veces la cantidad de veneno que consumían otrora). Es decir que no mueren. Y
entretanto, sus poblaciones crecen a ritmos exponenciales. De cuya cuenta los
humanos prueban métodos distintos para exterminarlas. Así, en Inglaterra, un
grupo de cazadores utilizan terriers para destazarlas en las haciendas. Los
chuchos quedan con los hociquillos decorados de sangre.
En Nueva Orleans, unos científicos muy
ascéticos proceden a mostrarnos los bichos que infestan –por dentro y por fuera–
a nuestros roedores. Ni decir que es importantísimo maniobrarlos con extremo
cuidado. Empero, las condiciones sanitarias es algo que nada importa a un
equipo de asesinos de ratas en Mumbai, una ciudad atacada por la leptospirosis.
Las matan con las propias manos, esos separados, esos salvajes.
En Camboya, te pagan las ratas por el
kilo. De ahí se las llevan a Vietnam. ¿Qué hacen con ellas en Vietnam? Las
transforman en comida, evidentemente. Y les diré esto: una cosa es saberlo, y
otra es verlo directamente: ver cómo las ahogan, las cortan, las fríen, y te
las sirven asadas o en curry o como lo desee el comensal (muy distinto al trato
que les dan en el templo hindú de Karma Mata, por cierto, en donde alimentan
unas treinta cinco mil de ellas: los devotos las consideran sus familiares
reencarnados).
Rats nos habla de la plaga de estas alimañas,
de lo infectas que son, pero no falla en mostrarnos lo infectos que somos nosotros,
también. Se podría decir de hecho que la plaga de la humanidad propaga la plaga
de las ratas. Son plagas compañeras.
(Buscando a Syd publicada el 21 de
septiembre de 2017 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario