Sanar cuesta
No sé qué día me puse a ver una película
–con mucho de obra de teatro– de Salma Hayek llamada Beatriz at Dinner. La película es relevante y actualísima por
varias razones que van de lo inmigracional a lo ecológico. Sin embargo aquí la
estoy citando por un parlamento preciso en donde el personaje de Hayek –una
sanadora– le dice algo al personaje de John Litgow –un perfecto Trump–. Le dice:
«¿Cree usted que matar es difícil? Intente sanar algo. Puede romper algo en dos
segundos, pero toma una eternidad arreglarlo».
Qué insight. Sanar cuesta. Cuesta un huevo sanar. Sanar a
otro. Sanarse uno mismo.
Cuesta, para empezar, dinero. Dinero que
solo algunos tienen y en este país prácticamente nadie (el caradura del Presidente,
él sí ha de tenerlo). ¿Quién aquí puede pagar un seguro, una consulta privada,
una intervención quirúrgica? ¿Quién tiene el espacio suficiente y el tiempo específico
para regenerarse como Dios manda? ¿Quién puede, por ejemplo, salir de las
presionantes dinámicas rutinarias y laborales para dedicarse a una recuperación
de verdad, quién cuenta con un entorno adecuado para convalecer como se debe?
Por cierto que alguien colgaba la otra
vez en Facebook una foto de un hospital público, en donde los enfermos estaban
forzados a compartir cama. Guardo conmigo la imagen de un camastro estrecho y miserable,
con dos alicaídos, uno con la cabeza en la cabecera, el otro en sentido inverso.
¿No es acaso suficiente con la
incomodidad de la dolencia, se precisa padecer tales miserias?
Crear condiciones de salud demanda no
poca energía, la clase de energía que el enfermo en toda evidencia no tiene. Por
tanto es imperativo ayudarle a navegar las incertidumbres de su aflicción. Todos
hemos sentido lo que es tener una perturbación fisiológica y no saber ni
siquiera qué tenemos, ni para dónde agarrar. A veces los criterios médicos solo
multiplican la confusión y la burocracia, sin hallar un diagnóstico y ruta de
sanación cabales.
Ni decir que se va creando en el
afectado una atmósfera de miedo y contracción (que no queda solo en su persona,
sino va infectando su sistema entero de relaciones). Advienen las ansiedades, los
desajustes psicológicos.
Es todo muy alienante.
En semejante situación, ¿cómo puede el
afectado organizar una vida y una logística en torno a su padecimiento y
establecer un plan de acción coherente para resolverlo? La mayoría de los
enfermos carecen del entendimiento, los medios y la voluntad para sortear una
tormenta tal, tormenta que, adicionalmente, los pone en contacto con el horror
profundo de la contingencia y la muerte. Ni decir que son muy pocos los que
cuentan con el capital interior para enfrentarse a todo ello. Se dejan caer o
entran en una peligrosa zona de negación o complacencia.
¿Cómo culparlos? Lo verdad es que
cuesta mucho sanar. El precio de sanar es muy alto. Y a veces ni pagándolo sana
uno.
(Buscando a Syd publicada el 28 de
septiembre de 2017 en El Periódico.)
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