Dialógico (2)
El diálogo –talismán
de toda sociedad pluralista– solo funciona en precisas condiciones.
Están las
condiciones primarias o esenciales: que haya pues voluntad de diálogo; que haya
un diálogo coherente; y que haya capacidad de diálogo. En Guatemala estas
condiciones primarias de diálogo son muy limitadas, por la sencilla razón de
que no existe cultura de diálogo propiamente. Semejante cultura es responsabilidad
de todos, claro, pero lo es, en particular, del gobierno, por ser el órgano
metaoperativo de la nación. ¿Cómo puede un gobierno que no tiene ningún
programa serio de diálogo reclamar diálogo en estos o aquellos momentos? Eso es
como un koan zen.
Aparte de las
condiciones primarias, hay un espectro de condiciones secundarias. Hablamos de
la construcción de un diálogo justo, no solo en el sentido de ecuánime, sino
además en el sentido de adecuado, en términos de fondo y forma. Un diálogo
correcto hecho por las razones correctas, sin propósitos ulteriores u ocultos.
Un diálogo tan riguroso como abierto, lo mismo enérgico que sensible. En suma
bien diseñado, con un formato de límites y derechos que sea orgánico y
funcional, claro y dinámico, que empodere a los interlocutores necesarios, y que
opere en los lugares y momentos significativos y precisos. Sobre todo, un
diálogo que refleje un sistema evolucionado de intercambio. Liderado por personas
con competencias especiales que comprendan que no se trata de hacer meros
repartos y coaliciones, sino de formular lazos entre sistemas, inteligencias y
jurisdicciones de valoración. Con la clase de integridad negociante que les
permita modular los flujos de conversación sin timbrar un beneficio. Y cuya
aspiración incontestada sea solo la de servir el proceso dialógico como tal.
Cuando no
existen condiciones para el diálogo, entonces simplemente no conviene dialogar.
El diálogo, contrario a lo que dice el truismo, no es siempre la mejor salida a
una crisis. Para todo se saca el diálogo, como si el diálogo fuera el comodín
mágico que va a zurcir nuestro vasto paisaje de heridas sociales. Pero yo pregunto:
¿se podía pues dialogar con el francotirador de Las Vegas? ¿O con los orcos que
arrollaron a los catalanes? No. De la misma manera que no se puede dialogar con
un abusador crónico o un adicto terminal de crack. Con un enfermo así, no se
sienta uno a tomar el té: se le pone presión, se le pone límites.
Va para nuestros
poderes actuales, con los cuales ya no es posible sostener ningún fiat lux
dialogal. Si alguna vez hubo opciones para ese diálogo, quedaron muy muy atrás.
Se dijo: «En estas condiciones no queremos elecciones». Cuánta razón llevaban.
Mi consideración es que aquel que se siente hoy por hoy en una mesa de diálogo está
podrido, y como diría famosamente don Corleone, es el traidor. Los grupos y
agencias fácticas que desean mantener esta fachada de conversación solo buscan
legitimar lo ilegitimable. En estas condiciones, no dialogar es, en verdad,
honrar el diálogo.
(Buscando a Syd publicada el 12 de octubre
de 2017 en El Periódico.)
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