Carretera
Luego de un
cuarto de siglo de vivir en el mismo lugar, mis padres se mudaron de casa. Los ayudé
el otro día a llevar algunas cosas a su nueva residencia. Para lo cual subí a Carretera
a El Salvador, que es donde han vivido todo este tiempo, donde yo mismo alguna
vez viví.
Mientras subía
por la autopista hinchada, prostática, recordé que antes antes, cuando era nomás
un chirisito, Carretera a El Salvador era coordenada entre adánica y feral, ni siquiera
estaba asfaltada, propiamente.
Y quedaba
hasta la chingada: era como ir a Pana o qué sé yo. Una Mongolia lejana de
árboles y aserraderos. Presentemente Carretera a El Salvador (así le quedó el
nombre: genérico y topográfico) nos parece a todos una zona superevidente y
cercana.
Cuando nos
fuimos a vivir ahí con mis padres, en aquella última adolescencia, Carretera ya
estaba poblándose bastante, pero era todavía un área relativamente calma e
idílica. No se daba el tráfico maldito que hay en la actualidad. El mar del
desarrollo no había fagocitado la zona.
Ahora, al
entrar en ella, contemplo con desprecio todos los comercios que existen y que
le otorgan un semblante vulgar de consumo y establecimiento. La voracidad
comercial e inmobiliaria han convertido a Carretera en un laberinto inclemente
de negocios y condominios oportunistas, para una clase media encumbrada y
aspiracional, que quema así su pisto, y cree que eso es vivir. No hay signos de
cultura ni cohabitación más allá de la vitrina y la hartazón.
Llegando a mi
antigua casa, aproveché para recorrerla, dado que era la última vez que, acaso,
la vería. Caminé por los cuartos del hogar perdido, también por sus jardines
fríos, sublimes y mohosos.
Parece que hay
belleza y algo lamartiniano en todo esto, pero en verdad la vida en condominio representa,
en mi opinión, la domesticación y muerte del espíritu. Especialmente para un
ser urbano como yo, que necesita estar en contacto con las fuerzas vivas de la ciudad.
Para mientras, esas comunidades cerradas se autosaturan de irrealidad, en tanto
que dan la espalda a la gente y sus vicisitudes. Sus habitantes ni siquiera
comunican entre ellos mismos. Es una narrativa posesiva, monádica e insular,
que los torna medio paranoicos y semipsicópatas.
Seres de
cámara, talanquera y razor ribbon.
Cargué mi
carro con las cosas de mis padres, y después salí del condominio, quizá para no
volver, dándome cuenta que aquellas casas, entonces tan señoriales y bonitas, actualmente
estaban más bien derruidas, despintadas y pasadas de moda. De seguro devaluadas
también. Así es como mueren los sueños pequeñoburgueses.
Manejando
nuevamente por la carretera –pero esta vez para abajo– es posible que yo
alcanzara a ver, en un tramo o curva, la gritante ciudad de Guatemala. Esa
ciudad, alguna vez tan campechana y transitable, con sus superficies confortables
y dominicales, hoy está de rodillas ante un tráfico atroz, y sobre todo
traspasada por la miseria y la inseguridad. Es lo que ocurre cuando no se
reparten bien las cosas.
Por supuesto,
los pocos y privilegiados van detectando nuevos centros de reclusión o paraísos
del high–rise, lejos de la mugre y la sangre, más sellados y protegidos. ¿Pero
cuánto van a aguantar los preciosos muros de sus castillos, antes que ingrese
el extraño invitado de la Máscara Roja?
En fin, me
apresto a sacar mi identificación: seguramente van a pedírmela, cuando llegue a
la nueva casa de mis padres.
(Buscando a Syd publicada el 19 de octubre
de 2017 en El Periódico.)
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