Los dos llamados
Hay dos llamados
en el ser humano: un llamado a vivir en el mundo, y el otro es a trascenderlo. Son
dos llamados que a veces entran en franca contradicción.
Aquí estoy
utilizando la palabra “mundo” para hablar de la esfera de lo relativo. Vivir en
el mundo no es otra cosa pues que existir de una manera localizada,
temporalizada y causal, con un cuerpo y una mente, y en términos generales de
acuerdo a un conjunto de variadas características tangibles, físicas,
conscientes, culturales y sistémicas, en sentido, nombre y relación. Vivir en
el mundo es vivir en el ámbito del progreso y la decadencia, del placer y el
sufrimiento.
Recibe muy
mala prensa a veces esta existencia, pero es gracias a esta existencia que
podemos tocar y ser tocados, que podemos experimentar y ser experimentados. En
verdad es un acontecimiento muy excepcional. Existir en la forma también es muy
importante porque nos da la oportunidad de ayudar a otros a llevar mejores vidas,
engendrar respuestas inspiradas y compasivas hacia nuestro entorno, elevar la
calidad de lo real. No es poca cosa.
Por supuesto,
cuando digo “elevar la calidad de lo real” estoy introduciendo un criterio
necesariamente restringido. ¿Admite lo real alguna clase de dirección
evolucionaria? Solo relativamente. En realidad, más allá de las narrativas que
imponemos a la existencia no podemos decir mayor cosa, y es cuando empezamos a
entrar en el otro ámbito, el ámbito desterritorializado de lo intangible. Allí
todas las características se dispersan, el sentido se borra, el nombre colapsa,
la relación se espectraliza. No podemos atribuir ninguna dirección o progreso a
esto–eso que somos. Lo cual para nuestra posición finita puede ser una
situación muy angustiante. Pero para la posición de lo absoluto mismo, es una
situación muy espaciosa, un abismo de gozo. No el gozo de la forma, sino el
gozo de lo arreferencial y de lo abierto. No hay nada por conseguir ni nada que
pueda ser conseguido. No hay pérdida y no hay ganancia.
Toda suerte de
problemas se dan cuando privilegiamos un ámbito sobre el otro. Por ejemplo
ocurre a veces que nos extraviamos en lo relativo y lo personal de tal manera que
ya no podemos contactar con lo transpersonal y lo trascendente. Es una forma
muy cicatera de existir, que mutila, por así decirlo, nuestra eternidad. Por
supuesto, nuestra eternidad no es mutilable, pero para fines prácticos es como
si pudiera serlo. Es como si un reflejo mínimo decidiera aislarse, por decisión
o por ignorancia, del vasto espejo sin límites. También ocurre lo inverso: a
veces usamos lo misterioso para escapar de lo relativo. Es lo que el psicólogo
John Welwood llamó “spiritual bypassing”. Esto es: utilizar la experiencia de
lo absoluto para circunvalar las responsabilidades y sufrimientos de lo limitado.
Quizá en lugar
de optar por un ámbito o el otro, convendría unirlos. Aunque ya en adenda diré
que esta es una forma sucia de expresarse: en la realidad no hay que unir nada,
puesto que ambos aspectos ya están, desde siempre y para siempre, mezclados.
Fueron
superficialmente separados en categorías de entendimiento, y ahora la mente
quiere superficialmente trenzarlos. Lo cual, en toda puridad, no funciona. El
reconocimiento de la naturaleza unitiva y no dual debe darse de forma
experiencial y directa. Una vez se da, es muy hermoso: porque entonces nos
damos cuenta de cómo lo supremo está imbuido por la fragancia o esencia de lo
particular, y lo particular goza pues de la libertad de lo supremo.
Termino
diciendo que no se puede habitar el mundo sin trascenderlo. Como no se puede
trascender el mundo sin habitarlo.
(Buscando a Syd publicada el 3 de agosto
de 2017 en El Periódico.)
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