Médicos
Me cuento entre los privilegiados que
tiene, aún si no siempre, acceso a médicos privados. Sin embargo confieso que mantengo
una relación difícil e insatisfactoria con no pocos de estos galenos de clínica
y consultorio. No siempre es culpa de ellos, admito. Admito que soy un paciente
invasivo, escéptico, difícil, desobediente, dramático y muy dado a la
conmiseración. La clase de pacientes que los doctores detestan –y con harta
razón. ¿Cómo pueden apreciar a un paciente que en el fondo los percibe como
rígidos, insensibles, ineficientes y acolmillados? Ah, y frustrados, incluso
cuando está en el mayor de los éxitos profesionales.
Hay, en toda evidencia, médicos que son
grandes soles de la medicina, que aman su profesión, su profesión les ama a
ellos. Por esta clase de especímenes solo cabe mostrar continua admiración y
respeto. Se trata de individuos que han estudiado mucho y practicado más. Dignos
representantes de las artes curativas, que defienden con sumo rigor. Poseen las
habilidades clínicas, pero luego también las humanas, tan importantes. Eso de ser
consciente de las necesidades y subjetividades del paciente. De entregarse al
mismo y acompañarlo en serio y escuchar de veras. De acatar rectamente su ajenidad
de enfermo y ayudarle a que desarrolle su propia intuición medicinal. El
afectado es quien está viviendo, desde dentro, la patología; por tanto, en
lugar de descartar sus percepciones, las reconoce como cruciales. Sabemos por
demás que hay médicos que irradian casto calor y son extremadamente agradables.
Que comunican sus hallazgos con gran tino, desde el tacto o yendo al punto, siempre
que lo dicte la ocasión. Algunos incluso no cobran tan caro.
Pero así como hay buenos médicos, los
hay ineficientes, los hay cuya medicina más bien nos enferma, y que nos someten
a largos procesos errados que tienden a
empeorarlo todo. ¿Quién no ha pagado fantásticas cantidades de dinero a un galeno
por resultados magros e incluso contraproducentes? Pasa además que muchos médicos padecen ellos
mismos de un mal: el mal hirviente del dinero. Y en ese sentido, más que un
consultorio, tienen montada una operación de carácter neofordiano, destinada a exprimir
a los alicaídos hasta el último centavo. Ahí no encontrará el doliente lo que
viene a buscar –una relación terapéutica rica, productiva y funcional. Lo que
encontrará más bien es gasto inmisericorde, a más de prisa y presunción.
Profesionales fríos estos que, no solo no entran en el universo del paciente,
le niegan todo discernimiento, afecto y vulnerabilidad, obteniendo así un
paisaje limitado de sus necesidades. Los conocemos, esos médicos: ásperos, distantes,
plomosos y como enrejados. Aparte de no dar tiempo, no dan explicaciones. Es
proverbial el arquetipo del doctor insoportable, que transpira excesiva
confianza en sus propias competencias y en su propia autoridad, mientras camina
altanero e inflexible por los pasillos raudos de algún hospital insomne. Es un
producto empinado de la ciencia médica, que a veces va presentando como algo
infalible. Sobre esta pirámide pétrea, el médico pasa a ser el sacerdote inexpugnable.
Para mientras, el paciente se convierte en un bicho a vencer, cuyas capacidades
de observación y experimentación son básicamente irrelevantes. Y es cierto que
hay enfermos que ya se creen más doctores que los propios doctores –especialmente
en esta era tremenda de la información– pero ello no quiere decir que los
pacientes en general no tengan nada que decir, o preguntar.
La relación paciente/médico no siempre
es fácil y se vive a menudo como una tensión –no siempre creativa. Es porque,
como todas las relaciones, esta es una relación de poder, y navegarla puede ser
difícil y complejo para todas las partes involucradas.
(Buscando a Syd publicada el 27 de julio
de 2017 en El Periódico.)
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