Postescritores
Muchas personas que hubieran sido en
otra época escritores clásicos han quedado en escritores de posts, es decir
postescritores.
Esto ya lo he dicho antes: la libido
literaria que otrora se destinaba a ensamblar un corpus literario hoy se
reparte en una miríada de comunicaciones automáticas. Aquella prescripción
clásica y persuadida de escribir cinco, diez o quince libros estimables a lo
largo de una vida se ha ido francamente erosionando.
Todo empezó con el blogging, el
articulismo corto, la opinión rápida. Luego pasamos al microblogging, es decir al
tuiteo. La reverberante Gloria Literaria, entendida como la proeza de perdurar
en la memoria humana a través de la palabra, cedió lugar a lo instantáneo, desalojando
toda linealidad diacrónica. El espacio gramatical se concentró en mónadas
apretadísimas de sentido. Estos chicos de ahora son brillantes para escribir
frases, pero no saben, o no quieren, unirlas en estructuras de aliento.
Yo también –incluso proviniendo de otra
era y otra forma de entender la escritura– he sucumbido a esta tendencia,
reforzada por el hecho de que no hay actividad más frustrante que publicar a la
antigua, especialmente en este país, por las condiciones generales y porque a
nadie realmente le importa (dicen que sí, pero no es cierto). Y si bien sigo
escribiendo libros, ya no lo hago como antes, cuando escribir era escribir una obra.
Y por obra no quiero decir un libro, sino una bibliografía. Levantar una bibliografía:
tal era el dictum de la cultura textual en la cual yo nací y me crié.
Es un dictum que por estos días me va
dando lo mismo. Incluso puedo decir que desde que escribo en las redes sociales,
escribo peor. Lo cual tampoco está mal: a veces lo peor es lo digno, como lo
dejó claro el punk y el no future. Ya en términos globales, no estoy de humor
para condenar la literatura de la atomización, que en realidad es solo otra
forma de entender la palabra y propagarla. De hecho yo siento que las redes
sociales trajeron mucha vitalidad al universo escrito, además de permitir el
ingreso al club escritural a las mayorías, cuando antes solo podían entrar los
esnobs de siempre.
Dicho lo anterior, a mí me parece que de
nuestras preciosas redes sociales no surgirán los futuros Cervantes, Prousts,
Stephen Kings, Foster Wallaces, Bolaños. Es decir: puede que estos escriban en
las redes sociales, pero no será gracias
a ellas que consagrarán vastas obras monolíticas. La mayoría de postescritores rendirán
un thread inconexo de tuits, como florecillas silvestres, poco más.
Que alguien en el futuro se tome la
molestia de leerlos, esos tuits y posts, en su totalidad y como algo coherente,
es una imposibilidad, porque el espíritu de los soportes que los contiene no es
particularmente retroactivo y narrativo (es cierto que algunos llevan sus tuits
al viejo contenedor impreso, pero eso es más anecdótico que otra cosa).
Realmente: ¿quién querría leer en el
futuro una masa de apuntes en diáspora, apenas unificados por una cotidianidad
sin relevancia, y una repetitiva opinión sobre el miasmático estado de las
cosas?
Es otra cosa: la trascendencia literaria
implica la abolición del narcisismo, y digamos que a las redes sociales, tal y como
están planteadas hoy en día, no es que les fascine agenda semejante.
(Buscando a Syd publicada el 20 de julio
de 2017 en El Periódico.)
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