Seattle blues (2)
Cofradías de jovenes con Camisas de Franela se juntaban a extenuar colillas angustiadas, y cuando estaban solos escribían sus cositas leprosarias y posdadá, en cuadernos que decoraban con runas y dibujos de venas cortadas.
Me estoy burlando, en cierto modo, pero en
otro modo fue todo muy bello, en principio. Lo interesante en cualquier caso fue
ver a todas esas desadaptadas y tristes criaturas formar una comunidad que
terminó siendo mundial. El grunge fue quizá el último movimiento de música planetario
realmente macizo. En Guatemala nos cayó como anillo al dedo: esa marejada de
sonidos nihilistas rimaba con el momento que vivíamos, saliendo como estábamos de
una guerra que no había dejado nada.
Ascenso y entropía. La droga fue el escape
y la prisión. Ya sabemos que todos esos músicos siempre habían sido dipsómanos
y bonzos avant la lettre. La muerte de Andrew Wood imprimió el sello para todo
el movimiento. No solo en el movimiento grunge (Layne Staley, Weiland) sino
también en otras zonas del alternativo
(Bradley Nowell).
Tanta sensibilidad herida y rabia congelada
mutó en suicidio directo o indirecto. Eran todos unos freaks; nadie los mataba;
decidieron hacerlo ellos mismos. Y los suicidados no fueron los meros artistas:
cuántos en la audiencia se quitaron la vida ellos también.
Puede que uno de los momentos más
paradigmáticos de mi generación fuera cuando Kurt Cobain se metió un (todavía
lo escuchamos) escopetazo. Debo decir que, para cuando Cobain se suicidó, yo ya
estaba harto de Nirvana y todo eso. No me hizo mella alguna (más me afectara la
muerte de Shannon Hoon, o de Jeff Buckley, hace precisamente veinte años). Y
sin embargo tendría que hacerme demasiado el pendejo para disociarme de este
geni loci generacional, por razones compartidas y a la vez personales. No puedo
dejar de pensar que uno de mis mejores amigos de esa época se terminó
ahorcando, como luego ya lo hiciera Cornell. A ese mismo Cornell que escuchábamos
juntos, qué ironía. Y aún recuerdo cómo nos codeprimíamos oyendo a Mother Love
Bone.
El hígado
generacional colapsó. Y no ayudó mucho que los cuchilleros de siempre espectacularizaran
el fenómeno y lo vaciaran de toda
genuinidad. Todo se entonteció muy rápido, y surgieron innumerables apropiaciones
y copicats (aquí no digamos). Cuando ese bello–sentimiento–underground se
volvió mainstream, fueron las mismas bandas quienes se dieron cuenta que habían
arruinado algo muy decente. Es lo malo con la inocencia: rapidito se deja engatusar
por el canis lupus.
En rigor, todos contribuimos a matar al
grunge. Siempre me jacto de haber sido el primero que tuvo una t–shirt de
Nirvana en Guatemala (no exagero) pero realmente no puede ser motivo de orgullo.
Lo que terminó ocurriendo fue triste. Así
como el glam barato le pavimentó el camino al grunge, el grunge le pavimentó el
camino a Britney Spears. Porque después del grunge, la gente solo quería
liviandad. Liviandad obtuvieron.
(Buscando a Syd publicada el 1 de junio de
2017 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario