Seattle blues (1)
La muerte–suicidio la semana pasada de
Chris Cornell nos dio la oportunidad de revisar uno de los más importantes
episodios culturales de mi generación: el grunge, y el alternativo en general. Reconozco
que es muy delicado hablar de un fenómeno cultural tan situado como este para hablar
de toda una franja generacional. Pero no podemos negar que fue un fenómeno
artístico que tocó una cuerda muy sensible en los noventa, ya no solo en
Seattle, no solo en los Estados Unidos, sino en el mundo entero.
A veces me gusta pensar en las generaciones
en términos de órganos corporales. Así por ejemplo, los baby boomers fueron el
corazón, con sus legados pluralistas y reivindicaciones folksociales. Otro ejemplo sería el de los millennial,
que asocio a un cerebro: en efecto, es una generación que procesa y genera
formidables cantidades de data. La mía fue más bien la generación–hígado: rabiosa, cínica y visceral.
Al parecer, todas esas promesas civiles de
los baby boomers, ya mutados a yuppies y gekkos en los ochenta, nunca se
hicieron realidad. Real fue la paliza que le metieron a Rodney King un 3 de
marzo de 1991, fruto de una década de fundamental republicanismo y rapacidad
financiera que no habían dejado nada, salvo un colosal vacío. Y no había
superavit que pudiera llenarlo, ese vacío, dado que este era el resultado del
superavit mismo, de la gratuidad cubicular de la civilización. ¿Para qué subir?
¿Subir a dónde? Así era el spleen (¿o debiera decir liver?) de los genexers.
Todos esos padres divorciados no sabían
qué hacer con sus hijos disfemistas, que eran hijos de una cultura mutante de
tetas falsarias, por un lado, y emergente corrección política, por el otro. Nosotros
mismos no sabíamos qué hacer con nosotros mismos. Ni siquiera podíamos realmente
tocarnos, porque el SIDA nos tenía cooptado el sexo, y en ese entonces no había
tal cosa como una red social, para distraerse y escapar.
La ironía permeó la cultura popular, y
esos se ve obras hallmark de la época, desde Generation X (1991), de Coupland, hasta la archifamosa teleserie Seinfeld,
pasando por el himno de los perdedores, la película indie Clerks (1994).
Pero a la par del humor, y como complemento
brutal, a muchos nos acompañaba un sentimiento ratil de inadecuación, de
inutilidad, de total implosión.
Lo interesante es cómo de toda esa
implosión brotó reactivamente una respetable explosión de libertad creativa. Era
una libertad con sabor a decadencia, sí, pero no la decadencia superficial de
finales de los ochenta, sino había ahí una introspección y un inconformismo
frescos. De la escena grunge
brotaron muchas rapsodias
para adolescentes densos y subjetivos, cuya alma era una morgue.
Era una inocencia oscura y una subcultura perdularia
que, al principio, antes del label alternativo, fue cosa muy genuina, derivada
de cosas muy honorables y muy underground (referencias personales para mí
fueron Fugazi o Sonic Youth). Yo recuerdo haber leído una entrevista de Jani
Lane, en la cual él mismo recordaba el día en que él y su banda llegaron a su compañía
disquera, donde tradicionalmente había una foto de Warrant, y ahora había una de
Alice in Chains. Caput mortuum. El soundtrack de nuestra vida había cambiado
(muy literalmente: pensemos en las bandas sonoras de las películas clásicas de
la época: Pump up the volume, Singles, Reality Bites).
Me pregunto si alguien recuerda la
autenticidad que trajo el grunge al principio, en un momento cuando todo parecía
inverídico y superficial. Hay que ver la música cochina, señorita, verdulera y
fenicia que ponían en la radio antes del malaise del grunge. Era un flan muy
desagradable, si me lo preguntan.
(Buscando a Syd publicada el 25 de mayo de
2017 en El Periódico.)
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