Quince de junio
Una costumbre que he tenido a lo largo
de ya varias décadas es la de juntarme a cenar cada martes con mi madre.
No es fácil, para una persona como yo,
privada, solitaria, una persona que gusta de bunkerizarse, fantásticamente
paranoica, cultivar una relación de largo aliento (tengo, de esas, dos).
Quizá es la manera de ser de ella,
respetuosa, receptiva, siempre generosa, y abierta, la que ha permitido que yo
cumpla con ese contrato tácito, esta cita nuestra, y sobre todo que no la
sienta yo como una obligación meramente social o familiar, sino, más bien, como
una genuina expresión de la amistad que puede a veces darse entre una madre y
su hijo.
Pero no es porque sea mi madre –aclaro–
que yo he dado continuidad a este ritual. No creo en los lazos o imposiciones
de la sangre. Tampoco en la política familiar. En lo único que creo es en la
afinidad profunda y en la intimidad auténtica.
Por supuesto, alguien podría
preguntarme: ¿qué sabe usted de intimidad, si siempre la rehúye? Es un buen
punto, y no tengo los argumentos para rebatirlo. Aún así, y de todos modos, me
atreveré a afirmar que mucho que lo que las personas llaman intimidad no es
otra cosa que pseudointimidad, codependencia.
Quiten ustedes los filtros, los
comercios, los miedos, las complacencias, las pasividades, las manipulaciones,
las opresiones, los sojuzgamientos, las intolerancias, las condescendencias,
las intrusiones, los moralismos, los gravámenes, las crueldades, las rebeldías,
las ínfulas, los rechazos, las descortesías, las conmiseraciones, los teatros,
las inmadureces, las indiferencias, las abdicaciones, en fin, todas las formas
persuadidas en que usamos al otro para confirmarnos a nosotros mismos, y
quedará ya muy poca cosa.
Así son la mayoría de intercambios. No
todos, sin embargo, y no este. Y no porque yo sea una persona precisamente fácil:
aguantarme a mí no es así nomás. Soy una persona repetitiva, acerba, neurótica,
y como ya sugerí, tiro y tiendo al aislamiento. Así pues, sentarse a comer
conmigo es recibir una masa de angustias, de prescripciones, de burlas, de
crudezas, de silencios. ¿Quién puede driblar todo eso? Mi madre, al parecer.
Con lo cual tampoco pretendo
celestializarla. Ella también tiene sus cosas: sus indecisiones, sus
edulcoraciones, sus inaceptables connivencias. Y si está dispuesta a cenar conmigo,
martes a martes, por algún triste karma será.
Pero más allá de eso puedo decir que mi
madre y yo podemos vernos a los ojos y saber que no somos ni crudos demonios ni
áureos elfos: solo seres humanos en este viaje de la condición humana.
Cuántas veces, en cuántas mesas, en
cuántos restaurantes, hemos intercambiado –entre desencantos, tedios e
iluminaciones– palabras solidarias y amigas. Es un vocabulario compartido, un
juego de signos y mensajes, el de nosotros, que se ha desarrollado lenta,
geológicamente, a lo largo de años. Por esto, por esta cercanía y por esta
reverberación, solamente, es que vale la pena esta vida, que ella me otorgó. Ojalá
que la suya continúe por mucho tiempo más.
Hoy es quince de junio.
(Buscando a Syd publicada el 15 de junio
de 2017 en El Periódico.)
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