Plástico y espuma
Camino con los brazos cruzados por la
espalda, cual Napoleón en Santa Elena. Camino sobre la arena muda de
Monterrico, mientras el atardecer me ofrece su decorado rosado, como un gigante
carcinoma.
El momento, se diría, es propicio para
contemplar el espectáculo corcovado de las olas, pero lo que termino
contemplando son los poderes del plástico. Plástico que se ha depositado a lo
largo de la playa, y que el océano expele y engulle rítmicamente, como un
borracho que arrojara y tragara su propio vómito.
No me refiero a una bolsa por aquí, a una
botella por allá. No. Estoy hablando de una franja solazada, tetona, cortesana,
licenciosa, libertina, caberetera y prostibularia de residuos vagamente domésticos.
Estoy hablando del perfecto concubinato del asco y el mar.
Y tengan en cuenta que aquí me limito a
señalar lo más corpóreo, lo más exotérico, lo palmario. Tendría que agregar, si
fuera más inclusivo y cabal, la contaminación industrial, e incluso la radioactiva,
que ya en toda evidencia habrá tocado costas chapinas, cortesía de Fukushima.
El momento, se diría, es propicio para
tomar la actitud estentórea del indignado, y promocionar grandes reflexiones al
respecto: «¿Pero qué hemos hecho con nuestra exquisita morada?»
Por supuesto, no pasaría de ser histrionismo
y molierismo de mi parte. En realidad, nada de esto me asombra, y quizá ya ni siquiera
me importa. El destino irrevocable de todos nuestros pseudoparaísos –que aparte
de ser cunas de atracos, violaciones de todo orden, horribles accidentes y
episodios sociales violentos– es la completa extenuación ecológica.
Algunos ingenuos –oh hasta qué punto lo
son– creen todavía que podrán revertir este ominoso proceso. Lo cierto es
que el muerto ya no tiene ningún pulso, aún si por partes continúa rosadón. El
momentum viene ya demasiado crecido. Es como un tráiler loco y sin frenos por
la carretera indiscernible.
Otra historia sería si, en lugar de medio
propagar una consciencia y una cultura ambiental de escuelita, hubiéramos diseñado
partidos verdes y estructuras de legalidad, al servicio de la savia, que pudieran
darse a respetar. Si hubiéramos gravado nuestros hábitos deletéreos de consumo.
Si hubiéramos minado los privilegios veleidosos que reinan sobre la vida misma.
Otra historia, en efecto, si hubiéramos
esquinado a todos los coyotes congresiles que ceden el país a un empresariado
cínico, sin ética atmósferica. Si hubiéramos expurgado a todos los mierdecillas
departamentales que transan nuestras aguas y francos paisajes. Si hubiésemos
embrocado a tanto cabrón narcocuatrero que continúa talando jovialmente las
selvas, mermando a gusto la república de la fotosíntesis.
Pontifico por pontificar, como ya dije,
porque yo creo que todo esto ya se fue para la pura verga. Y no hablo meramente
de Guatemala. Lo que nos queda, en términos de especie, es morir con alguna
dignidad y decoro, elementos que necesitaremos especialmente cuando vengan las
hidroguerras y las hambrunas.
En todo caso, siempre quedará la opción
de avanzar, con los brazos cruzados por la espalda, hacia el mar de Monterrico,
para así ahogarnos entre el plástico y la espuma, ante el penúltimo atardecer.
El momento, se diría, es propicio.
(Buscando a Syd publicada el 22 de junio
de 2017 en El Periódico.)
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