El bunker (1)
Vivo a un centímetro de la Embajada de los Estados Unidos, ese edificio eterno que ya todos conocemos, como de hormigón, y que pesa tanto que la Reforma se hunde ligeramente de un lado.
Parece un bunker o una de esas horribles
prisiones estatales, de los Estados Unidos justamente. Todo lo contrario a la Embajada de México, que está como a una
cuadra (nos encontramos en una zona muy diplomática) y es una pieza
arquitectónica menos sentada, pero más sentida.
La Embajada de los Estados Unidos se ha
hecho de muchas de las propiedades circundantes, no sé si por compra o
alquiler, o ambas cosas. Ese galeote tiene harta influencia en el ambiente del
barrio, compréndase.
Un par de veces han hecho esos locos el soundcheck
del sistema de amplificación, y eso como a las dos de la mañana, por demás.
¿Han escuchado ese sistema? Es muy potente.
A lo mejor no era un soundcheck sino un empleado gringo que había fumado
demasiada hierba medicinal, y decidió poner una rolita para olvidarse un rato del
trabajo y de las amargas promesas de América la bella.
Yo ando y des–ando mucho la zona–Embajada.
Por tanto utilizo bastante la primera avenida, y en particular el tramo entre
la octava y sexta calles. No es como que voy a ir a dar siempre la vuelta hasta
la Iglesia. Me pregunto en qué medida y con qué derecho se apropiaron de ese
tramo, cuál es el trato pues. ¿Es territorio estadounidense, como la Embajada
misma? Lo dudo. Pero si no lo es, ¿a qué vienen los filtros físicos, los
privilegios? Tampoco alego demasiado, porque siento que la Embajada viene a
poner al área una seguridad y una paz que de otro modo no existiría. Pero no
puedo dejar de considerar que es una rúa por completo cooptada, cooptada por el
tío Sam.
Gringos rostros. Pero también hay locales
laborando, guardias de seguridad, choferes, en grandes camionetas Ford. Luego puede
que haya otros trabajando de incognito. No sé. A mí un día un portero de mi
edificio me dijo que el lustrador o chiclero que siempre está en la octava
avenida es un espía de la Embajada. Ignoro si decía la verdad o no, pero desde
entonces ya no lo veo de la misma manera.
Muchos entran
y mucho salen de este lugar. La lógica por supuesto es de protección y
autorización, y la estética de comunidad cerrada y acamerada. Pero por otro lado, y en contraste,
también se les ve bastante relajados, a los chatos. El policía de la talenquera,
tan silbante, es un ejemplo. Yo nunca descarto que desde la Embajada propiamente
me anden observando con un telefoto, pero en toda honestidad nunca me he
sentido realmente vigilado o intimidado por estas gentes.
Mi problema es que soy un gran paranoico.
Al punto que, cuando vivía en la zona 9, siempre me sentía visto desde la
sinagoga. Escribí en una ocasión una columna al respecto, y un judío muy
simpático me invitó a entrar y ver todo el edificio por dentro, para que se me
quitara la angustia. Agradecí el trato preferencial, porque ese templo también
es un bunker, y no dejan entrar a cualquiera.
(Buscando a Syd publicada el 29 de junio
de 2017 en El Periódico.)
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