El bunker (2)
Con todo y talanqueras, en la calle de la
Embajada de los Estados Unidos, quiero decir en la avenida, no impiden el paso,
al menos el peatonal.
Cosa aparte es
pedir visa. Cuando de visa se trata, no dejan pasar a cualquiera.
Aunque hace mucho mucho tiempo que no viajo a los
Estados Unidos –desde que me di cuenta que no me gusta viajar– aún recuerdo la última vez que fui a pedir
el documento. Se respiraba la cruda energía del terror, ante los cancerberos y
sus preguntas milimétricas y más que nada burocráticas.
Ríanse ustedes del castillo de Kafka.
¿Cuántos frustrados –denegados, rebotados–
vomitó este edificio? Uno piensa en todos aquellos a quienes no quedó otro
remedio que agarrar el tren de la muerte y ser pisados por el sol sangrante de
los indocumentados. O bien tuvieron que permanecer en en el país, en donde
viven en la ultramarginalidad, como los preteridos nacionales que son.
Allá, en la esquina, van haciendo fila, o
pululan en los alrededores, muchos de estos solicitantes. Así es como la Embajada
ha generado todo un ecosistema alrededor de sí misma. Pequeña economía
gravitante tirando a informal, que incluye comedores ejecutivos, parqueos
formales o informales, servicios de fotos y fotocopias, asistencia migracional
de toda índole. Que no le pongan, dice un rótulo de la embajada, en tales u
otras palabras.
Este hormigueo
a ratos superlativo ha de contrastar con el ambiente interior de la Embajada,
en donde reuniones de alto nivel a buen seguro ocurren. Uno solo puede
sospechar las cosas que se discuten ahí dentro. Desde mi ventana, veo a todos esos personajes
encorbatados en procesión. ¿Quiénes son esos sujetos? No sé. Ignoro si son
crápulas o respetables. Si estuviera atento al acontecer nacional, a lo mejor sabría.
La Embajada
tiene eso de eminentemente político. Es realmente el símbolo de un sistema.
Todas las manifestaciones
sociales, con sus pancartas respectivas, hacen parada obligatoria, enfrente. Es
un automatismo. Yo mismo fui a manifestar ahí hace muchos años, por lo de Irak.
Le dábamos flores a los pilotos vehiculares, como si estuviéramos en el verano
del amor. El evento le regaló una escena a mi novelita Labios.
Esta Embajada se ha constituido como un
pedazo crucial y muchas veces filibustero en la historia de nuestro país, para
rabia de muchos, que odian a los Estados Unidos, a quienes ven como los
verdaderos dueños de la zafra y la finca.
Es así. Lo que no sé es hasta qué punto y
en qué grado. Pero desde luego, la influencia es innegable. En otra columna
–llamada “Amor prohibido”– dije que nunca caigo en el error de confundir a la
globalidad de estadounidenses con sus gerencias y administraciones. ¿Decir esto
le cuesta la visa a uno? A saber.
Lo que sí sé es que no es para nada fácil
tener acceso a territorio estadounidense en estos tiempos. Según mis cálculos, sería
mucho más sencillo matarse y renacer en territorio gringo: las probabilidades
son de veras más altas.
(Buscando a Syd publicada el 6 de julio de
2017 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario