El Papa Joven
1. The Young Pope, de Paolo Sorrentino, es una serie para toda una generación de espectadores que ya han sido afectados por materiales televisivos inteligentes y bien hechos, y ahora están listos para recibir algo sublime.
Quizá
hace un par de décadas hubiera sido más difícil que la industria de contenidos absorbiese
una ficción seriada como esta, pero hoy en día la televisión no tiene ningún
problema con llevar una emisión audiovisual a las últimas consecuencias autorales
(y promoverla con una App, el caso de Fox Premium, que este domingo estrena The Young Pope en América Latina). Esto
es la creatividad y tradición cinematográfica italiana en todo su esplendor. The Young Pope, siendo una serie, es
algo así como una larga película de Sorrentino, fraccionada en capítulos.
Gracias
a Dios ya tiene segunda temporada.
2. The Young Pope nos coloca enfrente a un
memorable Jude Law, que hace aquí de Papa gringo, de Papa joven, y de Papa
autoritario, un Papa que es a la vez falso y verdadero, y con quien las
audiencias televisivas ateas y las católicas conectarán por igual.
Es
porque The Young Pope nos abre la
puerta al corazón de la Iglesia, la alta y la otra. Una tarea que no pudo ser
sencilla, porque el Vaticano no necesariamente es la institución más abierta
del mundo. El reto entonces fue retratarla por dentro, pero desde fuera, a
través de lo que termina siendo una hagiografía delirante.
Poderosas descripciones de los ambientes físicos del Papa –en este caso, inventado–
pero además un sondeo de sus imprevisibles atmósferas subjetivas. Nuestra serie
empieza con la llegada de Lenny Belardo, Papa Pío XIII, el
nuevo dueño del changarro papal (nuevo en el sentido de inédito, y nuevo pues por
joven) entregándonos, en flashbacks, las vicisitudes de su infancia, y en
presente sus demonios interiores y fricciones con el establishment vaticano. Todo
relevo de Papa es ya difícil, pero este es ya absurdo.
3. Queda claro que este Papa es joven, que joven es, pero resulta que
termina siendo, al menos en apariencia, el más antiguo y reaccionario de todos.
Es el personaje perfecto para que nos adentremos en la política del espíritu y
en el espíritu de la política y, junto a ello, en esos delicados temas
perennes: la orfandad, la hipocresía, el pecado. El pecado o esa tenue línea
que separa la virtud del pecado.
Los graves problemas que vive la Santa en estos momentos, incluyendo la
pederastia o el alcoholismo de sotana, no son descartados sino aprovechados
mucho por Sorrentino, desjugados. La Iglesia tal y como es hoy, como vive y
muere hoy. Esa iglesia que no puede ser sino política, ese pueblo católico que
no puede estar sino en crisis.
Si el Papa Francisco, que es inverso al joven Papa–Lenny–Law, dijo que un
poco de misericordia hace el mundo menos frío y más justo, Pío XIII en cambio nos da una cátedra de cómo
lo gélido nos hace más reales y cómicos.
Y más populares, puesto que lo popular es invisible a los ojos. El
oscurantismo como estrategia de PR: es lo que pasa cuando se lleva a Daft Punk,
Banksy, Kubrick y Salinger al Vaticano, mandala absoluto de la serie.
Así es este Papa Pío XIII: urdidor, luciferino, sardónico, secretivo,
inasible, tirano y ateo. Pero también es admirable en otro sentido:
determinado, imaginativo, y por si fuera poco, santo. Eso lo sabe Sor Maria, su
madre adoptiva, monja ella misma, a cargo de Diane Keaton. Y lo sabe el mismo
Cardenal Voiello, tatascán del Vaticano, puesto ahí por Silvio Orlando. Estas y
otras relaciones íntimas y de poder texturan la serie, que es por igual
sensible y conspirativa, y es lúcida y loca, como el mismo Pío XIII.
4. Siendo una pieza narrativa tan clara, está lo mismo cubierta por esa
bruma imaginal sorrentiniana, ese profundo onirismo suyo, lo que en otro lado
he llamado su surrealismo seráfico. Una narrativa simbólica, realmente, porque
Sorrentino es un
gran maestro del símbolo, lo cual da fuerza poética y esotérica a todo lo que
hace. Pero el símbolo no sustituye la palabra (ni el silencio, para el caso)
que es usada con enorme virtuosismo y contundencia –Sorrentino es el
dialoguista más exquisito.
La
mirada culta y enterada del director genovés, grave, numinosa, pero también
maliciosa y humorística, penetra las intimidades de sus personajes, con toda
suerte de comentarios, de insights estéticos. Es lo
que uno espera del cineasta europeo más clásicamente europeo que hay en este
momento.
Sabemos
sí que Sorrentino es el rey del esteticismo, y lo que otros hacen muy bien,
Sorrentino hace con la sensibilidad de un ángel. Este lenguaje suyo no descuida
un color, un hilo narrativo, una palabra.
Maestro
del detalle, altamente visual, altamente auditivo, altamente audiovisual y
narrativo, nos ofrece todo el tiempo imprevistas soluciones de cámara, que lo
dejan a uno con la boca abierta, cromatismos exuberantes, formidables
perspectivas, drapeados de raccords, un soundtrack sin competencia (Sorrentino
es el mejor constructor de bandas sonoras, y quien diga otra cosa será quemado
en la hoguera) y una miríada de frases apodícticas y necesarias.
Ya la
introducción de la serie –con el meteoro viajando a la par del Papa, de cuadro
en cuadro, y cayendo por fin en Juan Pablo Segundo, homenaje a La Nona Ora– nos
introduce a full a esa formidable atmósfera sorrentiniana.
Ópera suficientemente compleja, con una puntuación muy elaborada, pero que
no obstante no sofoca su misterio y su sentido. Una ópera infinita en donde un
Dios omnilatente estuviera pendiente de todos y cada uno de los instrumentos.
(Buscando a Syd publicada el 9 de marzo de 2017 en El
Periódico.)
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