Carros
Contemplaba el otro día los dos o tres rayones nuevos que hay en la superficie de mi vehículo –cortesía de la prepotencia de una de las vecinas del edificio en donde vivo– y me puse a pensar, entonces, en los carros que he tenido.
El primero fue una cucaracha amarilla,
del año 74. Alemana. Ese carro se utilizó en casa de mis padres durante
tantísimos años (viajábamos en ella por el puente Belice, por las noches, hacia
la zona 18, que era donde vivíamos). Como era de esperarse, eventualmente heredé
la mentada carcacha. Fue bautizado Cucal por los cuates del colegio. Si les
contara las patoaventuras que viví en esa
cosa. Nunca me dejó tirado, a pesar de que jamás tenía gasolina, y de que estaba
bastante vergueada. El piso, todo oxidado, literalmente se estaba cayendo, de
tal manera que mientras manejaba podía ver la calle. Y sin embargo en otro
sentido el carro era muy sólido y Cucal resistió como un campeón toda clase de
embates. Lo que no resistió es el robo: me lo robaron a punta de pistola,
frente al portón de mi casa. ¿Quién querría robar un carro tan viejo como ese,
me pregunto?
En fin, después tuve un Daihatsu, que no
era exactamente el automóvil más fiable y seguro del mundo. Aún así me llevó a
lugares, y entre esos lugares algunos muy nocturnos. Yo agarraba, como siempre
agarraba, para el Gallito, para comprar lo que tenía que comprar, escuchando Da Game is to be Sold, Not to be Told de
Snoop Dogg, porque yo me creía un chico muy duro. Siendo la clase de drogadicto/alcohólico
que era sin embargo no fui yo el que causó el accidente. Me refiero a esa vez
cuando una conductora, en la zona 1, tarde ya, decidió prescindir del mensaje
enviado por el semáforo en rojo, provocando que mi carro diera vueltas y
colisionara ostentosamente. El carro no quedó muy bien que digamos, luego del
choque, aunque se reparó como se pudo.
Cuando lo terminé vendiendo por nada, yo
ya vivía con CL6, que tenía un Golf precioso que eligió darnos una buena dosis
de felicidad, y que nos llevó por las carreteras salvajes del país.
Más tarde vendría la Negra Tomasa, que
es como le decimos a nuestra camioneta actual (el golfito lo terminamos
vendiendo, pues no teníamos dónde parquearlo). La Negra Tomasa nos ha
acompañado hasta la fecha, realmente nos ha hecho huevos. Así por ejemplo
cuando nos fuimos a vivir a Pana (vivíamos en Pana pero siempre había que venir
mucho a la ciudad y era entonces una manejadera). A la Negra Tomasa siempre procuramos
cuidarla, por el cariño que le tenemos, pero nunca falta el ingrato, o ingrata,
que no solo provoca algún accidente, además no asume las responsabilidades del
caso. El último de esos percances fue la semana antepasada, por culpa de esa
vecina que ya les cuento provocó todos esos rayones, y tampoco quiso pagar ni
verga.
Veo los rayones del auto, y me duele un
poco. Dirán algunos: “¡Pero si solo es un carro!”. No me quiero poner
excesivamente místico aquí, pero creo que tenemos derecho a sufrir por lo que,
quizá de un modo equivocado, llamamos inanimado, y eso incluye nuestros carros.
No es materialismo pues –nunca he sido una persona especialmente materialista–
sino todo lo contrario.
(Buscando a Syd publicada el 2 de marzo
de 2017 en El Periódico.)
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