El centro espiritual
Las personas que no se mueven en el
ámbito religioso formal no tienen que lidiar con las tribulaciones propias de
tener una relación con una religión (o con varias).
Las personas que sí lo hacen viven toda
suerte de desafíos en dicho ámbito, y uno de ellos tiene que ver con la
relación específica que surge con la iglesia, congregación, grupo, sociedad o
sangha a la cual pertenecen. Que, para no utilizar distintas terminologías, llamaré,
simplemente, centro espiritual.
No soy de los que creen que ir al centro
espiritual es a puro tubo estúpido y alienante. Todo depende de la situación
del interesado, del momento elegido, del centro por supuesto. Es cierto que hay
centros a los cuales yo bajo ninguna circunstancia asistiría, porque en mi
consciencia los catalogo como lobotomizantes. Pero de otra parte lo que percibo
como malo o bueno para mi persona no tiene que serlo para alguien más, y ni
siquiera para mí mismo. Cada quien tiene su propio camino, y ese camino es
muchos caminos, y son caminos que cambian, y me parece que las generalizaciones
aquí no son extremadamente sabias.
No he asistido a muchos centros
espirituales, pero sí a un par. Yo diría que mi relación con ellos siempre ha
sido compleja. Hay personas que van a un centro y ya no se apartan. Su forma de
ser les permite sentirse muy cómodas en esa estabilidad. No comentaré al
respecto, simplemente diré que yo nunca podría ser como estas personas, y no lo
digo, o no por fuerza, derogatoriamente. No se me puede acusar de que no lo he
intentado; pasa que mis propias propensiones son tales que eventualmente
necesito un cambio de aires.
Aunque a veces sí he tenido alguna clase
de compenetración con determinado centro. Y ha sido una cosa de asistir con
regularidad, ir a todos los retiros, hacer enorme servicio, todo el rollo. Y me
he beneficiado grandemente de ello, y he aprendido mucho. Y este enfoque (que
llevado al extremo daría el enfoque monacal convencional) cuenta con la enorme
ventaja de que ya todo viene hecho, la comunidad dispone la dirección, y uno
simplemente se limita a seguirla. Desde luego hay centros que son más porosos
que otros con eso de la iniciativa personal, pero lo que yo he sentido es que
el centro a menudo ha frenado mi propio desarrollo, limitado mis capacidades o
talentos espirituales. Y además no me ha gustado ese modelo escolástico de
alguien enfrente explicándome la cosa y diciéndome como debo llevarla. Aquí
hablo de los centros espirituales convencionales, los que típicamente
encontramos en Guatemala. Reconozco que es posible encontrar otro tipo de
centros, que son más circulares.
Pero aún siendo más circulares, siempre
imponen una cadencia. Y es ahí en donde me he apartado: para encontrar mi
propio ritmo y mi propia evolución y satisfacer mis propias pulsiones de
curiosidad. Es el viaje del eremita o yogui arquetípico que prefiere la soledad
contemplativa a la vida en comunidad. Una cosa a subrayar es que el ermitaño
(que puede serlo en la naturaleza pero lo mismo en un medio urbano) alcanza notables
picos estando sin compañía, pero a la vez se priva de ciertas situaciones de crecimiento
e integración que solo se pueden dar en relación, en un contexto compartido y en
una comunidad intencional.
Otros optan por un modelo anfibio:
participan laxamente en un centro –o varios– y a la vez facultan su propia
onda. Este modelo retiene lo mejor de ambos mundos, pero de otra parte puede
que no consiga realmente comprometerse con ninguno. Todos conocemos esta clase
de practicantes light.
En lo personal, he circulado (y sigo
circulando) por cada uno de estos modos de relacionamiento con los centros
espirituales. Todos tienen sus ventajas y desventajas. Agrego nomás que ninguno
se da en puridad, puesto que siempre viene con algo de los otros.
(Buscando a Syd publicada el 23 de
febrero de 2017 en El Periódico.)
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