Egológica (2)
Ego es una
palabra indefinida y sobredefinida y maldefinida, en la cultura popular. A menudo se confunde el ego con ciertas aflicciones suyas, como el
egocentrismo o el egoísmo. Y aún con la salvedad de que el egocentrismo y el
egoísmo bien pueden ser respuestas naturales y sanas en determinadas momentos,
situaciones y contextos. Así, por ejemplo, es hasta cierto punto normal que un
niño muestre un fuerte impulso egoico en determinada etapa de su
crecimiento.
En
la cultura de todos los días el ego se entiende como una suerte de superávit de
autoestima. Esta clase de entendimiento no es necesariamente desdeñable, y
puede quizá ayudar a moderar nuestra imagen personal.
Pero
también puede hacerle no poco daño. A veces nos acusan, o acusamos a otros, de
tener un ego grande. Y sí, hay egos grandes como grandes personas,
pero no por grandes están dañadas, a menos que tengan algún trastorno de
crecimiento.
Análogamente
un ego grande puede ser grande y ser normal, a menos que tenga alguna suerte de
hipertrofia o hinchamiento. Es decir que la cantidad de ego no necesariamente está
vinculado a su calidad. Todo esto es por supuesto una metáfora –y una muy engañosa–
puesto que un ego no es algo que ocurre en el espacio y por tanto no tiene
medida. No es algo que podamos señalar y medir como si fuera un objeto. Esa
espacialización del ego es bastante común.
Una
definición un tanto más seria y clásica del ego es aquella que lo entiende como
una suerte de mediador o zona intermedia entre lo impulsivo/instintual y los
esquemas normativizadores de la psique. O como un umbral entre la experiencia
organizadora interior y la experiencia somática y sensible –por tanto el mundo
externo, en el esquema dualista clásico.
Otra
definición poderosa del ego es aquella que lo concibe como un posibilitador de
identidad e individualización, en tanto que gesto separativo elemental. La manera
como establece esta separación es diferenciándose a sí mismo, hasta el punto de
considerarse una entidad autosuficiente. Distintas disciplinas, desde la
cibernética al budismo, critican esta clase de pretensión ontológica.
Lo cierto es
que el ego es algo que podemos deconstruir con relativa facilidad. La
meditación, por ejemplo, nos muestra que hay muchos egos burbujeando
constantemente. Muchos egos no solamente porque hay muchas personas, pero
además muchos egos en cada persona, cristalizándose y descristalizándose,
instante a instante. Cada instante es un ego.
Con lo cual
hemos pasado a temporalizar el ego, como antes lo estábamos espacializando. Pero
al final el ego es menos un momento o una extensión
que una función. En ese sentido, podría ser más claro hablar, no del ego, sino
del egoizar, de una actividad egoificante, pues, con la particularidad de que
esta actividad se substantiviza constantemente, ya que tal es su tendencia.
Al
plantear el ego de esta forma, no queremos desestimarlo o anularlo. Si
el ego es un factor de interlocución y una actividad reificadora tan significativa,
seguramente no es sabio restarle categoría. Más bien se precisa reestablecer la
relevancia de un ego fuerte y sano, capaz de dar al aparato biopsíquico
estabilidad y seguridad, y de regular sus distintos niveles de experiencia,
desde lo más orgánico y primal hasta lo más sofisticado y transpersonal. Sin el
ego simplemente no podríamos funcionar.
Hay quienes
miran un bebé o un niño pequeñito y dice: me gustaría tener su naturalidad y su
libertad. Es usual valorar la libertad pre–egoica por encima de la libertad
egoica, prestándole cualidades edénicas. Pero la verdad es que el ego nos
permite hacer toda clase de cosas (y en términos de especie, nos faculta una
enorme ventaja evolucionaria y estimula increíbles avances, aunque por supuesto
ya enfermo el ego ha utilizado esa ventaja y esos avances para los peores fines).
¿Podemos comparar la libertad de un niño con la libertad de un adulto,
realmente?
Por otra
parte, en la espiritualidad se habla mucho de deshacerse del ego, pero lo
cierto es que sin el ego seríamos incapaces de avanzar a estados sutiles y transegoicos.
Podemos inclusive decir que sin el ego nuestra naturaleza absoluta sería
incapaz de reconocerse a sí misma. El ego posibilita la devoción y el amor
personal. Afirmamos la importancia de transcender el ego pero para poder
transcenderlo necesitamos incluirlo en nuestro proyecto de trascendencia.
Todo esto nos
hace ver el valor de tener un ego. La cuestión es aprender
a distinguir entre un ego sano y un ego enfermo. Un ego enfermo es aquel que ya no se limita solo a responder a las inseguridades del
caso, sino que, en un movimiento ulterior, las produce activamente. Lo cual
puede verse como un mecanismo muy perverso por parte del ego. Pero hay que
entender su ansiedad: para un ego no maduro, son las inseguridades y los
placeres infinitos los que encumbran su función y su existencia. Desde luego, con un
ego malcriado y sobreprotegido no se llega muy lejos en la vida.
Lamentablemente, vivimos en una cultura –una egocultura– que tiende a
deformar los egos.
Un ego
completo y sano es uno capaz de relacionarse consigo mismo, con los demás y con
la realidad como tal. Estamos hablando de un ego que se autoconoce y sabe
regular sus propias pasiones. Que puede interrelacionarse con otros egos. Y que
reconoce su posición en el orden y jerarquía de las cosas.
(Buscando a Syd publicada el 12 de enero
de 2017 en El Periódico.)
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