'Buscando a Syd'... El reto ha sido buscar lo poético en lo profano y lo eterno en lo breve, siendo lo breve una columna medio extraviada en la penúltima, y quien llega a la penúltima, ya se sabe, llega allí con las manos sucias, luego de haber manoseado el diario entero, neurótico de actualidad y maldiciendo. El escritor de penúltimas sabe que una vez cerrado el periódico, jamás será abierto de nuevo, y por eso se juega el todo por el todo. Sirva, pues, cada uno de estos textos como prefacio al olvido… Es lo que soy... Un escritor de relámpagos… Maurice Echeverría







Egológica (2)

Ego es una palabra indefinida y sobredefinida y maldefinida, en la cultura popular. A menudo se confunde el ego con ciertas aflicciones suyas, como el egocentrismo o el egoísmo. Y aún con la salvedad de que el egocentrismo y el egoísmo bien pueden ser respuestas naturales y sanas en determinadas momentos, situaciones y contextos. Así, por ejemplo, es hasta cierto punto normal que un niño muestre un fuerte impulso egoico en determinada etapa de su crecimiento. 
           
En la cultura de todos los días el ego se entiende como una suerte de superávit de autoestima. Esta clase de entendimiento no es necesariamente desdeñable, y puede quizá ayudar a moderar nuestra imagen personal.
           
Pero también puede hacerle no poco daño. A veces nos acusan, o acusamos a otros, de tener un ego grande. Y sí, hay egos grandes como grandes personas, pero no por grandes están dañadas, a menos que tengan algún trastorno de crecimiento.

Análogamente un ego grande puede ser grande y ser normal, a menos que tenga alguna suerte de hipertrofia o hinchamiento. Es decir que la cantidad de ego no necesariamente está vinculado a su calidad. Todo esto es por supuesto una metáfora ­–y una muy engañosa– puesto que un ego no es algo que ocurre en el espacio y por tanto no tiene medida. No es algo que podamos señalar y medir como si fuera un objeto. Esa espacialización del ego es bastante común.
           
Una definición un tanto más seria y clásica del ego es aquella que lo entiende como una suerte de mediador o zona intermedia entre lo impulsivo/instintual y los esquemas normativizadores de la psique. O como un umbral entre la experiencia organizadora interior y la experiencia somática y sensible –por tanto el mundo externo, en el esquema dualista clásico.   
           
Otra definición poderosa del ego es aquella que lo concibe como un posibilitador de identidad e individualización, en tanto que gesto separativo elemental. La manera como establece esta separación es diferenciándose a sí mismo, hasta el punto de considerarse una entidad autosuficiente. Distintas disciplinas, desde la cibernética al budismo, critican esta clase de pretensión ontológica.  
           
Lo cierto es que el ego es algo que podemos deconstruir con relativa facilidad. La meditación, por ejemplo, nos muestra que hay muchos egos burbujeando constantemente. Muchos egos no solamente porque hay muchas personas, pero además muchos egos en cada persona, cristalizándose y descristalizándose, instante a instante. Cada instante es un ego.
           
Con lo cual hemos pasado a temporalizar el ego, como antes lo estábamos espacializando. Pero al final el ego es menos un momento o una extensión que una función. En ese sentido, podría ser más claro hablar, no del ego, sino del egoizar, de una actividad egoificante, pues, con la particularidad de que esta actividad se substantiviza constantemente, ya que tal es su tendencia.
           
Al plantear el ego de esta forma, no queremos desestimarlo o anularlo. Si el ego es un factor de interlocución y una actividad reificadora tan significativa, seguramente no es sabio restarle categoría. Más bien se precisa reestablecer la relevancia de un ego fuerte y sano, capaz de dar al aparato biopsíquico estabilidad y seguridad, y de regular sus distintos niveles de experiencia, desde lo más orgánico y primal hasta lo más sofisticado y transpersonal. Sin el ego simplemente no podríamos funcionar.
           
Hay quienes miran un bebé o un niño pequeñito y dice: me gustaría tener su naturalidad y su libertad. Es usual valorar la libertad pre–egoica por encima de la libertad egoica, prestándole cualidades edénicas. Pero la verdad es que el ego nos permite hacer toda clase de cosas (y en términos de especie, nos faculta una enorme ventaja evolucionaria y estimula increíbles avances, aunque por supuesto ya enfermo el ego ha utilizado esa ventaja y esos avances para los peores fines). ¿Podemos comparar la libertad de un niño con la libertad de un adulto, realmente?
           
Por otra parte, en la espiritualidad se habla mucho de deshacerse del ego, pero lo cierto es que sin el ego seríamos incapaces de avanzar a estados sutiles y transegoicos. Podemos inclusive decir que sin el ego nuestra naturaleza absoluta sería incapaz de reconocerse a sí misma. El ego posibilita la devoción y el amor personal. Afirmamos la importancia de transcender el ego pero para poder transcenderlo necesitamos incluirlo en nuestro proyecto de trascendencia.
           
Todo esto nos hace ver el valor de tener un ego. La cuestión es aprender a distinguir entre un ego sano y un ego enfermo. Un ego enfermo es aquel que ya no se limita solo a responder a las inseguridades del caso, sino que, en un movimiento ulterior, las produce activamente. Lo cual puede verse como un mecanismo muy perverso por parte del ego. Pero hay que entender su ansiedad: para un ego no maduro, son las inseguridades y los placeres infinitos los que encumbran su función y su existencia. Desde luego, con un ego malcriado y sobreprotegido no se llega muy lejos en la vida. Lamentablemente, vivimos en una cultura –una egocultura– que tiende a deformar los egos.
           
Un ego completo y sano es uno capaz de relacionarse consigo mismo, con los demás y con la realidad como tal. Estamos hablando de un ego que se autoconoce y sabe regular sus propias pasiones. Que puede interrelacionarse con otros egos. Y que reconoce su posición en el orden y jerarquía de las cosas.


(Buscando a Syd publicada el 12 de enero de 2017 en El Periódico.)

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Mi foto
Maurice Echeverría (1976) nació en la ciudad de Guatemala. Ha publicado el libro de cuentos "Sala de espera" (Magna Terra, Guatemala, 2001) y "Por lo menos" (Santillana, Punto de Lectura, Guatemala, 2013). Los libros de poesía "Encierro y divagación en tres espacios y un anexo" (Editorial X, 2001) y "Los falsos millonarios" (Catafixia, 2010). Ha publicado la nouvelle "Labios" (Magna Terra, Guatemala, 2003), así como la novela "Diccionario Esotérico" (Norma, Guatemala, 2006). Maurice Echeverría ha colaborado en medios locales como Siglo XXI, El Periódico o Plaza Pública. Algunos de sus textos periodísticos son encontrables en el blog "Las páginas vulgares" (http://www.laspaginasvulgares.blogspot.com/). Como columnista, trabajó activamente para el diario El Quetzalteco, por medio de su columna "La Cueva" (reseñas de cine) y su columna editorial "Los Tarados". Desde el 2002 mantiene su columna "Buscando a Syd", en el diario El Periódico.
 
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