Egológica (1)
Nos
acusan, a los escritores, de tener un ego gigantesco. Como si ellos lo tuvieran
más chiquito.
Si alguien te acusa de tener el ego hipertrofiado podés dar
por seguro que el suyo es más o menos del mismo tamaño. En lo personal no ando
negando el mío, ni ocultándolo en el gabinete de las calculadas discreciones. Más
bien lo exhibo, para irritar a los de siempre. Hay quienes en cambio apelan a
una hipocresía victoriana, ni muy siquiera efectiva, pues al final se les
termina saliendo igual, ese ego decisivo, como la guaca le brota al bolo.
A lo mejor no
es que los escritores tengan un ego más grande: es simplemente que lo esconden
menos y expresan más. Es decir: un escritor explicita toda clase de cosas, y entre las
cosas que explicita, está su propio ego.
No vamos a refutar
que hay muchos artistas que operan desde un narcisismo rampante y una clara
egolatría. De veras creen que son seres especiales. Cuando realmente no lo son,
porque ese talento que tienen, si lo tienen, ni siquiera es de ellos, en
sentido estricto: es prestado. Otros, más triste aún, proclaman un talento que
solo existe en su cabeza. Nos pasa a todos.
De
otra parte muchos de esos que desprecian el ego de artistas y criaturas afines no
se ponen a pensar que a lo mejor estos necesitan de esa estructura egoica para
proteger una sensibilidad que de otro modo sería destruida a machetazos. El ego
en ese sentido tiene una razón de ser: funciona como un exoesqueleto. Un
egoesqueleto.
En
otra dirección yo creo que es responsabilidad del artista tener un poco de
maldito ego. En lo personal, la clase de artistas que admiro siempre poseen alguna
insolencia, actitud y asertividad. Triste es que se le busque a un artista las
virtudes de un fraile franciscano.
Por supuesto,
se les agradecería a esas personas que acusan a otras de tener un gran ego que
se tomen la molestia de definirlo. Pues a menudo hablan
del ego (y nunca del propio, por supuesto) sin ni muy siquiera saber qué es. Y
sobre esa indefinición se montan como lampreas.
Y no es que el
ego carezca de definición. Más bien lo contrario: hay demasiadas definiciones
del ego, en el ambiente. Uno podría, por mera diversión, juntar unas veinte, en
el habla común, la psicología, la filosofía, la espiritualidad. Al final ego significa
tantas cosas que no significa ninguna. Es una palabra comodín.
Con frecuencia
se asocia el ego a algo malo en la persona. El ego viene a ser algo así como una
vaga enfermedad entre moral y venérea. Y así como antes se hablaba del pecado
de alguien hoy se habla de su ego. Realmente
es la razón por la cual la palabra ego es una de
las palabras más sobreutilizadas del planeta: porque nos permite devaluar al
otro a gusto y sin pena.
Y
sin embargo no hay mecanismo más egoico que hablar del ego de los demás (y
asumir que está más dañado que el de uno). ¿Hay que ser un genio para
comprender que es el mismo ego el que habla del ego del prójimo? El ego del
otro es entonces un problema del propio ego.
Agreguemos
que realmente no existen instrumentos para medir el ego ajeno, aunque en
ciertos casos, no vamos a discutirlo, la cosa es evidente.
(Buscando a Syd publicada el 19 de enero
de 2017 en El Periódico.)
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