Amor prohibido
El año pasado, escribiendo un texto
sobre Thomas Jefferson y la Declaración de
Independencia, comprendí que tenía, he tenido siempre, una cierta
fascinación por los Estados Unidos, por su historia, su geografía, su
idiosincrasia, su canción y su gente.
Puedo estar viendo un Western,
o leyendo a Edgar Lee Masters, o escuchando a Frank Zappa, o viendo ese dulce
dulce filme llamado American Honey, y entonces siento que el mundo se
empobrecería notablemente si borrásemos del mapa a ese intrigante país (y no, pendejos,
esta columna no ha sido patrocinada por la Embajada).
Decir todo lo que me fascina de Estados
Unidos demandaría un libro entero, à la Baudrillard. No es improbable que la
cultura estadounidense sea mi fuente primaria de cultura. Aún habiendo
estudiado en un liceo francés, y viviendo en un país latinoamericano, me doy
cuenta que muchísima de la información que consumo –por ejemplo
cinematográfica, o espiritual– viene de los Estados Unidos, aunque por supuesto
no es la única.
Y no es raro que así sea. Verdaderamente
los Estados Unidos han neocolonizado y troquelado (lo siguen haciendo) el mundo
entero, con su estilo de vida y sus sonidos y sus sueños de franjas y estrellas.
Y por supuesto Guatemala está, ha estado incrustada –aprisionada podría ser a
ratos la palabra– desde hace ya un tiempo en su radio de influencia cultural y
geopolítica.
Javier Payeras decía eso de que la
llegada del cable a su colonia fue como la llegada del hielo a Macondo. Y bueno,
el cable no nos trajo juegos de cricket, nos trajo ESPN. Cuando yo era chiquito
la cosa era ir a Miami, una ciudad que por cierto detesto. Amo, en cambio,
Nueva York. Seguramente amaría otros lugares de los Estados Unidos, si los
conociera. Es un país tan grande. Una espacio tan vasto. Y una historia
también. Se dice que es una historia breve, pero eso es bastante relativo.
La otra vez escribí que Guatemala, más
que el patio trasero de los Estados Unidos, ha sido su laboratorio frik.
También escribí que podríamos darle sin pena a
nuestra Cancillería el siguiente nombre: Ministerio de Asuntos de USA. Como se
ve, tengo algunos sentimientos antiamericanistas marcados, que la realidad
inmigracional vino a resaltar. He sido muy crítico con los Estados Unidos de
América.
A veces le digo a mi
mujer, mitad en broma y mitad en serio, que en la próxima vida renaceré como
ciudadano estadounidense. No lo digo contento: los Estados Unidos promete
convertirse en un lugar cada vez más convulso e intestinal, aparte de que
siempre lo ha sido, y si no relean aquel relato nocturno de aquel nocturno sujeto
llamado Bardamu, por tales tierras. El país en donde la libertad es una
estatua, dijo Nicanor Parra. Su ferretera política exterior, su elefantiasis
financiera, su moralismo encasquetado, sus barras vulgares gritando
uesey–uesay, todo eso incuba en asco.
Pero eso no quiere decir que no ame a
los Estados Unidos, que no tenga sentimientos, entonces, americanistas. No
quiero sonar pueril pero he de decir que es un país que me ha regalado cosas
increíbles. De este amor–odio deriva que yo haya escrito tantas cosas al
respecto.
Eso de amar a los Estados Unidos es un
amor prohibido, por ejemplo en ciertos corros xenófobos de izquierdas, o en
ciertas cofradías soberanistas de derecha. Y ser fan de la cultura gringa está
muy mal visto, pronto le miran a uno la jeta de mamón y de alienado.
Veo sus razones. También veo que los Estados Unidos es un país con taras meméticas reales.
No es de negar que hay bolsas específicas de civilización pero su territorio es
igualmente, y según determinan los recientes comicios, culturalmente vulgar,
con instintos muy básicos, oleaginosas discriminaciones y paranoias simbólicas
que dan pena.
Pero separemos un poco las cosas. Jamás caigo en el error de confundir a la globalidad de
estadounidenses con sus gerencias y administraciones. Añadido a eso, podemos apartar
a unos ciudadanos gringos de otros, porque la verdad hay gringos muy decentes y
muy chileros. A la vez, convendría centrifugar sus expresiones culturales, separar
lo burdo de lo angélico.
Este trabajo editorial por
supuesto solo es posible hasta cierto punto. Lo cierto es que la dualidad es
parte del volksgeist de los Estados Unidos, y negarla sería un error. Se ve muy
clarito en su política. Nunca deja de extrañar, para un observador externo, lo
vastas y árticas que son las diferencias políticas en los Estados Unidos. Harold Bloom o el finado Mailer sabrían
darnos interesantes explicaciones al respecto. Yo de mi lado entiendo la secesión como resorte metafísico y perpetuo de los
Estados Unidos. Así pues, los Estados Unidos nunca serán uno: siempre serán
dos. Y es que el maniqueísmo continúa siendo
el último espectáculo, y en un país como Estados Unidos siempre contará con dos
perpetuos altares en pugna.
Pero en alguna carretera
de un desierto norteamericano, el olor de la gasolina disuelve esa dualidad carnicera
y nos hace sentir una especie de amor unitivo por lo gringo. Está bien amar a los Estados Unidos, por
lo menos hasta su próxima contradicción y hasta su próxima cagada, que como
sabemos está a la vuelta de la esquina.
(Buscando a Syd publicada el 12 de enero
de 2017 en El Periódico.)
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