El Disminuido
Quien conozca al Disminuido, que le
ofrezca un abrazo. Dios, que alguien abrace al Disminuido. Pero no servirá de
nada. El Disminuido está más allá de
todo afecto. En el inventario, en el balance de su vida, solo hay una larga
columna oscura. En una época todavía le veíamos caminar o realizar ciertas liturgias,
pero luego una esfera de tedio, una tediosfera, penetró su corazón sin defensas,
y perdió todos sus poderes. Los machos alphas y los proxenetas lo pateaban, en
los callejones, lo ahogaban en algún río de entropía, incluso le cortaban los
tendones. Por tanto, el Disminuido ya no sale más de la estación espacial en
donde vive. Los clanes y las tribus, recíprocamente, ya no lo buscan. De su
estado deplorable, de su chovinismo hipertrofiado, de su lógica torcida, de su
amplia arrogancia, ya ni hablan. Y él se pasa las tardes leyendo a autores norteamericanos
del siglo pasado, o hablando solo. Ahí lo tienen: el Disminuido. Hace meses que
no termina una canción. Para él, todo es ya débris y todo eco. El Disminuido es
menos siempre. Es menos más. Crecerán las flores, pero crecerán en la muerte.
Crecerán más que nada en la locura, y no en la dulce, no en la sedante, sino en
la irreductible, en la fractal locura del Disminuido, que por estos días se
está quedando sordo. Pobre Disminuido. Su fluido vital se escapa por las rajas
de sus dientes. Para el Disminuido ya todo es Cuesta Abajo. En su universo no
existen los tónicos. Come lechugas podridas y amarillas. Eso explica porque da
tanto asco a las felatrices. No tiene dinero, así que escucha la misma canción,
la misma ranchera anciana que dura siempre lo mismo (2:56) y que lo va
catabolizando milimétricamente. Para mientras, sus gónadas se van haciendo
chiquitas, chiquitas. Sus años son como lotos desgarrados por los ácidos de la
noche. El cadáver de la mano de su madre está en una prisión de legos. El Disminuido
grita como un profesor loco, como un rey chalado y vanidoso y charlatán y
castizo. Sus dedos explotan como errores. A veces escribe cosas en las paredes
con un marcador que ya no pinta. Los guiones inacabados yacen y se historifican
en su escritorio. Entretanto la estación
se cae a pedazos, como un tugurio abandonado, saturado de camarillas de cuervos
y zanates navajeros, los eternos ocupantes, los genuinos herederos, que duermen
y se amanceban y se matan entre ellos. Todas las esquinas del Disminuido están
deprimidas, y si las tocan con un palo, emanan disonancias mefíticas y
demónicas, braman oberturas frías, que matan todo inocencia, y atraen a los
fantasmas/tacuazines. Pero eso qué le puede importar al Disminuido. El Disminuido
sabe que su rostro será el mismo siempre, aunque lo desfigure a cuchillazos. Lo
cierto es que el Disminuido ya revisó todos los rincones y para él la búsqueda
ha terminado. El Disminuido nunca más será el Aumentado. No hay sol alguno para
este invierno.
(Buscando a Syd publicada el 15 de
diciembre de 2016 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario