Mi hija la gata (2)
La gata sin comer. La gata emanando babas
zombis desde su hociquito, por la ranitidina (150 mg / 10 mL). La gata buscando
lugares apartados, oscuros y contraintuitivos para convalecer, lugares a los que
normalmente ella nunca iría. La gata vomitando hardcore, con lo cual nos
pasamos el día entero limpiando vómitos.
En la casa un olor a guaca & muerte.
Al día siguiente, llamamos nuevamente a
la veterinaria y en el acto comprendimos que no estaban realmente comprometidos
con la recuperación de Padme y que de plano no estaban intuyendo la urgencia de
la situación.
En retrospectiva, me doy cuenta que fue
un error llevarla a ese sitio, y solo de pensar en la torpeza y dilación con
que gestionaron todo el asunto me da una rabia carbónica. El diagnóstico que
nos dieron fue “gastritis por estrés”, pero lo cierto es que ella se estaba autoenvenenando
por complicaciones renales (ligado a un problema de corazón) lo cual demandaba
acción perentoria e inmediata. En lugar de eso, nos pusieron a platicar con una
junior sin experiencia.
Por supuesto, la llevamos a otra
clínica. No puedo ni empezar a explicarles la
diferencia entre este lugar y el anterior, en términos de interés, seriedad médica,
de calor y total empatía, de comunicación y vocación sanadora.
En la nueva clínica la
internamos, después de que la doctora nos confirmara la delicadeza en que se
encontraba. Tuvimos que dejarla, desolados. Y cuando volvimos, por la tarde, no
tenía buen aspecto. Claudia le hablaba y le cantaba y decía cosas dulces,
mientras el suero estoico bajaba a su cuerpecillo. Yo me limité más que nada a
llorar. Ese llanto habría de durar muchos días.
Por la noche, bajé directamente
a una oscuridad incalificable. Era mi infierno, pero era el de Padme, que yo
podía sentir. Era un co–infierno.
En la mañana regresamos a
la clínica. Le llevamos su comida favorita, con la esperanza de que el apetito
volviera a ella.
Habíamos hecho el research
y sabíamos que, con cuidados especiales, los gatos con enfermedad renal pueden
sobrevivir algún tiempo. Estábamos comprometidos a darle a Padme todas las
atenciones del caso.
También estábamos
dispuestos a respetar su voluntad de morir. Tanto Claudia como yo avalamos la
eutanasia, no solo en animales sino en humanos.
Y lo cierto es que Padme no
quería seguir viviendo. En la tarde la volvimos a visitar, y para entonces
estaba bastante desorientada, perdida en el trigo–caos de la confusión, mortuoriamente
inmóvil. Era triste verla así, reducida a semejante estado desnucado, cuando
ella siempre había sido, en espíritu, una gacela salvaje, aún en un ambiente
tan urbano y domesticado como el nuestro. Pero el negro escorpión la había
vencido. Decidimos ponerla a dormir, bajo la expresa recomendación de la
doctora.
Mientras la doctora la
inyectaba, yo decía un mantra del Buda de la Medicina, que sirve para sanar
pero también para morir. Para morir bien. Y de hecho tuvo una buena muerte,
gracias al amor total de Claudia y el profesionalismo de la doctora y quizá gracias
al mantra del Buda de la Medicina. La sacamos de la jaula y la envolví
solemnemente, con ceremonia y dignidad. Sabíamos que habíamos hecho lo correcto,
porque en el ambiente se respiraba mucha serenidad...
(Buscando a Syd publicada el 13 de octubre
de 2016 en El Periódico.)
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