Mi hija la gata (1)
La enfermedad es un hecho universal. Nadie
puede patentar la enfermedad y decir: mía. Si hay algo democrático y connatural
a todos los seres es la enfermedad.
En eso pensaba en la sala de espera del
veterinario, a donde llevé la semana pasada a mi gata, porque había estado
vomitando fatal y feo y sin parar. Yo no tengo hijos, así que en cierto modo mi
hija es mi gata. Algunos arguyen que semejante perspectiva es perjudicial para
el animal. Yo mismo soy el primero en advertir de los peligros de antroponormar
las relaciones con las demás especies, incluyendo las especies domesticadas.
Pero a la vez no puedo negar mi propia naturaleza humana, lo cual también sería
una forma de violencia. Aquel humano que tenga un animal doméstico y diga que no
experimenta algún sentimiento de filialidad hacia el mismo a lo mejor es un
reptil.
Así pues, desde que adopté a mi gata –Padme, su
nombre– consideré a esta dulce y salvaje criatura algo así como mi
vástago. Y verla enferma (vomitando) y decaída (vomitando más) y sin comer ni
tomar nada (vomitando toda esa bilis) no fue ninguna ni agradable experiencia.
Por supuesto, los gatos tienden a vomitar con
alguna regularidad, dado que tienen en su interior bolas de pelos y tal, pero
esto era de hecho distinto. Con lo cual procedimos, mi esposa y yo, a llevarla
al vet, y ahí estábamos en la sala de espera, recibiendo ese aroma primal, caprino
y animal que siempre olorece en toda sala de espera de toda clínica veterinaria
que se respete.
Finalmente nos pasaron y fue el espectáculo de
siempre. Ya de sí la gata estaba nerviosa, porque nunca sale de casa, salvo justamente
para ir al veterinario (donde la pinchan y la medican y la manipulan, cosa que
entendiblemente detesta). Mi gata ha sido toda la vida una gata de apartamento,
verán. Una gata–burbuja.
Básicamente se puso como la gran puta. Y a repartir
agresiones por doquier. Hasta que terminó quedándose quedita y saturnina, como
emocionalmente esquinada, lo cual no dejó de partirle el hocico a mi corazón.
Yo, como para evadir, para ir evadiendo, me puse a ver un poster en donde se
consignaban todas clase de enfermedades oculares en perros, con las fotos del
caso. Eran ojos blancuzcos, cataráticos; amargos ojos ya sin cromatismo, sub–ojos.
Y pensé en mi padrastro, hoy ciego. Y luego pensé que un día me voy a quedar
ciego yo también, de tanto escribir libros que nadie lee. Y como no tengo hijos
humanos nadie podrá ayudarme y estaré solo en mi casa porque además ya para
entonces mi gata estará muerta y lo estará mi esposa y lo estará el resto de la
humanidad.
Lo cual no dejó de darme miedo, tengo que
reconocerlo. Uno de esos miedos insondables, irracionales y putrefactos que le
agarran a uno en cualquier entorno vagamente médico, y más a personas como yo,
que somos tan miedosas. Uno de esos miedos.
Volvimos a la casa con la gata. Se dirigió a un
rinconcito silente, a la vera de todo, y yo con la pena de que se me fuera a
poner peor. Y entonces me agarró otra vez el miedo. Yo solo pensaba en aquel
verso de Gonzalo Rojas: “El mundo se me empezó a morir como un niño en la noche”.
Yo no quería que la gata se me muriera, en la
noche.
(Buscando a Syd publicada el 6 de octubre
de 2016 en El Periódico.)
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