El brujo (2)
Hay toda una corriente revisionista en
torno a Castaneda. Es lo normal, considerando que Castaneda se dedicó a borrar
los límites consensuados entre la fábula y la realidad, algo que en la altiplanicie
de la rendición de cuentas no es visto con tan buenos ojos que digamos. En este
mundo ultra e intercorrecto, hay muy poco lugar para los magos, cuya labor es
la de difuminar las fronteras entre lo ilusorio y lo concreto.
Castaneda lo hizo espléndidamente, tanto
en su vida como en su saga de sus libros. Lo comenzó a hacer además en el
momento propicio, justo cuando el siglo XX estaba ampliando las fronteras de lo
subjetivo a la vez que cuestionando los términos de lo pretendida y
pretenciosamente objetivo.
Por supuesto, a mí nunca me engañó. Nunca
por un segundo creí en la posibilidad de que alguien se convirtiera en un cuervo
o hiciera saltos de decenas de kilómetros. Nunca tomé sus libros como una
transmisión yaqui o tolteca. Castaneda podrá ser (y es) un maestro de la
verosimilitud y del hoax, pero lo cierto es que sus libros dejan entrever inconsistencias,
por ejemplo cronológicas. Es un hecho que Don Juan dice todo el tiempo cosas
que narrativamente lo traicionan. Y aunque admitiéramos la explicación de que Don
Juan es un ser proteico y capaz de toda suerte de identidades, un análisis
literario relativamente simple nos permitiría ver que el informe de Castaneda no
es otra cosa que un juego gonzo y un intrincado fraude en el terreno de la
etnografía y la hagiografía. Sin contar que recoge toda clase de plagios.
Eso sí: qué plagios. Qué manera de
sintetizar conocimientos (gnósticos, tibetanos por ejemplo) y traducirlos a una
visión y lenguajes propios. Castaneda era un ladrón muy inteligente.
Inteligente en el sentido de de que sabía muy bien borrar sus huellas y luego
inteligente en el sentido de que tenía una sabiduría real (así en los campos de
la fenomenología y el esoterismo). A mí no me cabe la menor duda que, desarrollando
su ficción, desarrolló un conocimiento muy comprometido y avanzado.
Por
tanto no veo del todo a Castaneda como un charlatán o impostor, por lo
menos en el sentido usual de la palabra. Lo veo más como un trickster. El
trickster es un arquetipo formidable, que siempre ha sido perseguido por la
cultura de los buenos modales epistemológicos. El trickster nos hace ver que
que la llamada objetividad genera toda clase de mitos y que recíprocamente la
mentira y la metáfora producen cosas de hecho muy tocables, muy empíricas.
Baste ver el caso de la Biblia, que siendo
un libro con tantas noblezas es una recopilación de absurdidades. Y sin embargo de
tanto disparate ha surgido una consciencia, una cultura, un ambiente y un
sistema. En suma, una realidad. En el caso de Castaneda, estamos hablando de una
leyenda que, desde su propia pretensión de autenticidad, altera poderosamente
la situación del lector (lo que Jodorowsky llamaría una “trampa sagrada”).
Termino diciendo que si alguien se toma la
molestia de hacer un juego apócrifo así de sofisticado y secretivo, tengan por
seguro que entrará en mi campo de interés, especialmente hoy, en la aburrida
era de la información y transparencia, cuando el derecho a mentir es visto como
el último crimen.
(Buscando a Syd publicada el 29 de
septiembre de 2016 en El Periódico.)
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