El brujo (1)
Otros se han dedicado a escudriñar la
biografía de Carlos Castaneda (su paso por UCLA, sus viajes a México, sus inexistentes
notas de campo, la tensegridad, el extraño círculo de mujeres que le rodeaban)
y remitiré al lector interesado a esos magnos detectives.
Por mi parte me limito a mencionar dos o
tres cosas de la biografía de Castaneda. Una es que sus libros empezaron a agarrar
vuelo pasaditos los sesenta, década de expansiones culturales y aperturas de la
consciencia, para exaltadas liminalidades.
Carlos Castaneda forma parte de una
generación de autores y maestros espirituales configurados en los Estados
Unidos, en los sesenta–setenta, que destacaron por pioneros, experimentales,
controversiales, insolentes y pirados. Muchos de ellos están listados en las
listas de cultos y sectas. Son los que más irritan a los escepticons (y lo
adorables que son cuando están irritados) así como a los rectores verticales de
las costumbres.
En ese panteón de extravagantes, Castaneda
ocupa un lugar muy evidente, dado su éxito hipertrofiado. Pero siendo como lo
fue un superventas y un fenómeno cultural (portada de Time de marzo 1973) nada
se sabía de él. Este juego entre lo secretivo y lo público lo mantuvo toda su
vida. Lo explica en sus propios libros: borrar los contornos de la biografía,
colocarle una niebla alrededor.
Sabemos que esconderse es parte del
sendero de cualquier brujo que se respete. Biografía y ficción mezcladas en un
mismo engrudo de ficción y biografía. El resultado es fascinante.
Hoy tenemos un resto de debunkers
alrededor de la figura de Castaneda, zopiloteando. Lo malo es que luego hay que
debunkearlos a ellos, porque dicen toda clase de cosas que objetivamente no nos
constan y que no pasan del reporte personal. Ellos mismos son Castaneda, en
cierto modo. Pero el asunto es que lo son vicariamente, como en emanación
degradada.
A veces ofrecen algo más que un reporte
personal, como es el caso de la documentación de Gaby Geuter, que captura a
Castaneda hacia al final de su vida, en filme y fotos. Ese footage, más pueril
de lo que se piensa, tiene en sí mismo algo de patológico, enervante y
repugnante. Hay que estar un tanto enfermito para ir filmando y escaneando a
alguien con semejante celo, desde el carro. Revelando una bigamia o poligamia
que a mí me da lo mismo. Y luego haciendo, por supuesto, un libro vendible y
ventajista con todo eso.
Así pues, después de la credibilidad y
credulidad vino la desconfianza, pero curiosamente esa desconfianza trajo un
nuevo interés por Castaneda, que después de todo es bastante interesante.
No digo que no haya una atmósfera pesada
alrededor de Castaneda, que la hay. Las mujeres que vivían con él desaparecieron
de un modo oscuro, luego de su muerte. Se dice que todas se suicidaron, en una
especie de programa cúltico.
Por qué no.
Eventualmente se encontraron los huesos
de Patricia Partin, hija adoptiva y presunta amante de Castaneda, en un
desierto (¿y en dónde más?) en Death Valley. Que nunca se encontraran esas
osamentas habría quedado más misterioso y mitológico. Pero no hay mitología que
no termine descosiéndose por algún lado.
La muerte del propio Castaneda (1998) no
fue especialmente esotérica: murió de cáncer, como tantos otros llamados maestros.
Lo cual siempre molesta a sus beatos creyentes, que hubieran querido que sus
santos mentores se desintegraran en luz.
Suckers.
(Buscando a Syd publicada el 22 de
septiembre de 2016 en El Periódico.)
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