Azúcar
Blanda, blanquísima, negrificada azúcar. Desde algún
subsuelo, los zombis de azúcar se levantan, no para comernos, sino para ser
comidos. Y bueno, los comemos. Al comerlos nos volvemos zombis nosotros.
He corregido muchas hábitos malsanos y el
azúcar definitivamente no es uno de
ellos. Dejé el alcohol –que es azúcar– pero me quedé con el azúcar –que es
alcohol, es droga–. No fumo pero fumo azúcar, esnifo líneas de cocacola, me
inyecto sobreabundante helado de galleta, que me forja un hígado graso. Vivo consecuentemente
asustado y al pie del pánico, porque sé que en la próxima curva me espera, por
todo lo que reza el sentido común, una diabetes clásica, una diabetes Bogart.
El azúcar posee una jerarquía total en nuestras
vidas. Es la droga para siempre legal que se ha incrustado en nuestros cuerpos
y nuestras entrañas y que alimenta preponderantes y devoradoras colonias de
bacterias que gritan al unísono: “¡Mueran los exámenes de glucemia!”
La semana pasada la OMS pedía un impuesto de
20% a las bebidas azucaradas, y a los sensatos nos pareció sensato. Y sin
embargo tanta sensatez no impedirá que sigamos acarbonatándonos como los coches
temerarios (e insensatos) que de plano somos, en perpetuo estado de apetencia.
Cuando yo era chiquito los litros de gaseosa eran de a litro; luego fueron
aumentando futurológicamente, y se volvieron de dos y tres litros; pronto
vendrán normalizados e intensificados en potentes garrafones de cinco galones. ¡Te
maldigo, Alejandro Magno, que trajiste y tus esbirros el veneno brujo de la India!
No voy a enumerar aquí los 76 peligros (según
un webiste que tengo abierto) que ocasiona el azúcar a la salud. No quiero
causar pánico. Pero de todas manera pareciera ser que no sirve de nada circular
esta clase de informaciones (como el documental Fed Up) dado que seguimos
hartándonos de azúcar, con pánico o sin él.
Y cuando procuramos ponerle límites al azúcar son
algo así como líneas tipo Maginot, muy fáciles de circunvalar. Para mientras, lo
que sabemos es que la gente del azúcar hace campañas redondeadoras y paternales,
para manejar percepciones, frena leyes, paga atléticos estudios científicos, pone
a tribunos y bloggeros esmaltados a dialectizar, y en suma nos envuelve en un
cosmos de caries, adicción y necrodulzura.
Es cierto que la cultura del azúcar está
cambiando, como cambió la del tabaco, pero da la impresión que la cosa aún está
en albor, y que no alcanza los protocolos correctivos necesarios. Es increíble constatar
cómo el azúcar y sus suicidios–genocidios todavía se ocultan con relaciones
públicas, cuando lo que se necesita es poner las cartas en la mesa, de una vez
por todas. Así las cosas, la palabra clave es transparencia.
No puedo decir, en toda franqueza, que después
de escribir esta columna podré reducir y desintensificar mis niveles
compulsivos de azúcar. Pero espero de corazón que ustedes sí puedan hacerlo.
(Buscando a Syd publicada el 20 de
octubre de 2016 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario