Leer menos
Leer es
hermoso. Pero no siempre. A veces es malsano.
Muchos se
sumergen en lo impreso como manera de confirmar una presunta identidad de
personas sensibles, volcada a los frutos y divertimentos del espíritu. Nada causa
mayor placer, a estos sibaritas de la consciencia, que sentarse en su sillón de
leer y desde ahí acumular grasa psíquica.
Hay un cierto
esnobismo en creer que acumular ideas y capital verbal es superior a amontonar
posesiones materiales. Lo cierto es que leer también puede responder a una
exigencia de seguridad desmedida, de tufillo burgués, a veces de contorno cúltico.
No hay por qué
convertirse en un hoarder de libros. Como tampoco hay por qué convertirse en un
seco ser ectomórfico –ya ectoplásmico– que no tiene capacidad de relacionarse
con la vida más allá de las palabras, viviendo en una esfera neuróticamente teórica.
Tampoco
estoy invitando a dejar de consumir libros, por favor. De hecho, un problema frecuente
es que las personas leen muy poco: subleen. Algunos (demasiados, en este país) porque no pueden
leer. En tal sentido los que sí contamos con el privilegio de la lectura tenemos
la obligación de asumirla con gratitud. Y sin embargo hay tantos que, sabiendo
leer, no leen; o apenas leen; o maleen; es decir, leen un montón de mierda.
Lo cual es ya de
sí criminal.
Pero así como
se puede subleer también se puede sobreleer. Algo que a mí me ocurre no poco. A
veces leo hasta la indigestión (indigestiones gramaticales) o bien hasta vomitar.
La peor
maldición para mí ha sido el 1–Click de Amazon. Para empezar porque es tan
fácil olvidar, por medio de esta forma de transacción tan instantánea, que los
libros de hecho cuestan dinero (con lo cual termino gastando toneladas de pisto
que no tengo en libros que nunca leo). Y para seguir, porque los libros
digitales, ya sin cuerpo físico, no ocupan espacio matérico, pero indigestan
igual.
En mi caso, cuando
compro un libro, siento que tengo que leerlo, de otro modo me da culpa. Bajo
esta lógica dudosa, estoy obligado a leer los cientos de títulos en mi
biblioteca a los cuales nunca me he acercado. La pregunta se impone: ¿por qué
agregar más libros a mi lista de libros no leídos, entonces? ¿No son suficiente
los que ya tengo?
Y eso sin
contar los millones de terabytes disponibles en la web. Nos estamos adaptando
bastante bien a la era de la información, pero eso no quiere decir que no suframos
de patologías informacionales y overloads en nuestros cerebros. Por lo mismo,
nuestra sanidad neural depende de la capacidad de editorializar nuestras
lecturas, lo cual supone ir a las fuentes necesarias sin tragarse el océano
entero. Ya no es necesario leer como un esclavo de la lectura. Leer en el siglo
veintiuno debe ser una cosa a la vez aérea y puntual. Aérea: podemos sobrevolar
los paisajes textuales sin necesariamente recorrerlos a pie, remachonamente,
desde un estilo sufriente. Puntual: porque una vez nos interesa algo podemos
descender como el águila y desgarrarlo.
Por supuesto,
para leer así necesitamos sobre todo conocernos: saber quiénes somos y qué realmente
nos eleva. No es leer a cien autores, sino a unos cuantos que nos hagan vibrar.
Una vida es poco para leer a cinco autores, lo que se dice leerlos. Y
bueno, ya no digamos diez o quince. Más de veinte es diletar.
Unos leen
mucho para ser más inteligentes, pero a veces lo inteligente es leer menos.
(Buscando a Syd publicada el 14 de julio
de 2016 en El Periódico.)
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