Una vida
A los cuarenta con la piña. |
1. Hoy cumplo
cuarenta años. Es un evento energético –un umbral– que tiene alguna
importancia para mí.
Y no solo para
mí: los cuarenta son percibidos culturalmente como un lugar de transición. Es
de eso pues –de la transición, del movimiento de la vida– de lo cual quiero
hablar en la presente columna. Yo soy de la idea de que el desarrollo de una
vida no debiera ser una cosa involuntaria. Yo creo, más bien, en la vida
consciente.
Lo cual quiere
decir vivir direccionadamente, de acuerdo al modelo que mejor le convenga a
cada quien. Por supuesto, hay muchos modelos que se pueden aplicar. En lo
personal, conozco uno que es sencillo: el que va de la nada a la
indeterminación; de la indeterminación a la búsqueda; de la búsqueda al
encuentro; del encuentro a la integración; de la integración al gozo; y del
gozo a la muerte.
A la muerte,
que es la nada.
2. De la nada
no podemos decir mayor cosa. Mejor pasemos de una vez a lo que he llamado
indeterminación, que también podemos llamar caos. Es un mundo de salvajes esfínteres
aún no domesticados; de retazos perceptuales sin orden ni concierto; de
terrores profundos en lo profundo de la noche; de precarias estabilidades y
vergazos muy seguros. Es cierto que poco a poco el infante empieza a juntar
alguna clase de equilibrio. Pero el ego, en su primera formación, es tan
vulnerable, que apenas nos ayuda a sobrevivir en el patio del colegio. Los
padres hacen lo que se les da la gana con nosotros. No tenemos las condiciones
ni los recursos materiales e interiores para gerenciar la propia existencia. Lo
cuál es muy frustrante. Terminamos metidos en el ático, rumiando malas vibras,
y cada vez que salimos un poco, para socializar un tanto, resulta que solo emanamos
torpezas, por las cuales nos odiamos otra vez. Y odiando a los otros que, como
es sabido, son todos unos cabrones. En ese desconecte, empezamos a tirar
patadas para todos lados, y a consumir cocaína pésimamente cortada, hasta caer
en la frenética cuneta.
Con alguna
suerte entendemos que no hay por qué quedarse ahí. Así empieza un proceso de expansión.
Hay un llamado a encontrarse a uno mismo, una curiosidad intensificada hacia el
prójimo, y en términos generales un impulso a navegar en ese cuarto vasto y
proteico llamado mundo, con todas sus amplias fractalidades. Es la etapa de investigación.
Por supuesto, es muy posible que uno termine incluso más perdido en tanta
búsqueda, extraviado en una superabundancia de referencias.
Sin embargo en
algún momento podemos empezar a distinguir lo que funciona de lo que no
funciona. Y lo que funciona mejor de lo que apenas funciona. Podemos empezar a
tomar decisiones, amasando así una identidad clara.
Pero ojo: una
identidad clara, un mapa preciso, no bastan. Hemos comprendido algo, es cierto,
pero eso tiene que dar lugar a una práctica, a una fase de metabolización. El
aprendizaje teórico aquí pierde poder. Siempre se sigue aprendiendo, por
supuesto, pero uno ya no es dependiente de ese aprendizaje, porque la madurez es la capacidad
de generar conclusiones propias y de enhebrar sistemas propios de realidad. También
hay una poderosa toma de responsabilidad, en todos los niveles.
La practica es
una cosa que sigue hasta el final, pero eventualmente hay que alargar la mano y
tomar los frutos. Para eso están ahí. Es lo que llamo gozo. Gozo, aclaro, no es
ausencia de dolor, sino comunión con el dolor. En este lugar, el proceso de
transfiguración alcanza una claridad notable. Y como expresión de ese gozo,
compartimos con los demás las “buenas nuevas”:
vivir es concebible, posible y deseable.
El peligro está
en no querer soltar tantísima beatitud. Pero de hecho lo orgánico es renunciar
a ella. Las señales de que es hora ya de retirarse están ahí. La energía cae.
La próstata se enferma. Los amigos mueren. Y nosotros también. Algunos quisiéramos
quedarnos así, bien muertos, hasta el fin de los tiempos, pero eso es demasiado
cómodo. El baile ha de recomenzar, porque tal es la naturaleza del baile.
3. Por
supuesto, puesto así, la vida resulta como esquemática y sobreimpuesta. En
realidad, es importante que permanezcamos abiertos a las corrientes naturales y
los ritmos orgánicos de la existencia (cada etapa tiene su duración, aspecto,
contenido, respectiva intensidad). Y aunque de hecho podemos rastrear todas las
fases en nuestro propio devenir, en la práctica la vida es mucho más sucia e
imprevisible. De hecho muchas personas ni siquiera ingresan formalmente a lo que podemos llamar una lógica de
desarrollo. En cuanto a los que sí consiguen hacerlo, no todo es tan suave como
parece: hay retrocesos a etapas
anteriores, saltos prematuros a etapas futuras, inercias graníticas. Luego
agregar que la vida suele ser muy compleja, en cuanto a que hay una simultaneidad
de estadios –nada, indeterminación, búsqueda, encuentro, integración, gozo,
muerte– en un mismo momento y de hecho en todos los momentos de la biografía.
Ninguna etapa nace o se agota completamente. Son como olas que van y vienen y
ya no se sabe donde empieza una y termina la otra. Para colmo, no hay una sola
línea de desarrollo dentro de un mismo ser humano, sino muchas, y cada una se
encuentra en su propio período o mixtura de períodos. Esas líneas de desarrollo
están interconectadas a las líneas de desarrollo de los demás y de todas las
cosas del universo, en una notable trama evolucionaria. Vivir, se ve, no es
exactamente una cosa sencilla. Es tan complicado, que algunos dicen que la vida
carece de orden y programa. En cierto modo, tienen razón. La vida, en su complejidad,
termina destruyendo todos los modelos, pareciera. El desarrollo de esta cuenta se
quimeriza. Todo este movimiento es un juego nomás en la bruma del infinito.
(Buscando a Syd publicada el 26 de mayo de
2016 en El Periódico.)
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