Circunvalar
Aquí la lentitud es estructural. La movilidad social casi prohibida. No
solo nada avanza: todo contracamina. Y como las cosas no se mueven, muchos corren
por su cuenta, y hasta se ponen a volar. Lo cual está bien. El problema es que a
semejantes alturas, y a tales velocidades, cuesta un huevo mantener la
estabilidad moral del vehículo.
Nuestro país es un lugar donde muchos quieren ganar más con menos
trabajo y ninguna paciencia, y por tanto se da una invitación permanente, ya
sea a adherirse a reglas alternativas, o a torcer las ya existentes: en la
familia, en los círculos profesionales, en el sistema estatal todo. No ha de
extrañarnos pues que hayan tantos lazarillos de mala pinta, huizaches impenitentes
y riquillos sin escrúpulos caminando por ahí.
Si el río suena –y suena todo el tiempo– es porque tetuntes trae. Si
Guatemala puso tantos intermediarios en la lista de los Panama Papers es porque
es un país en donde la práctica de encriptar e invisibilizar el dinero es común,
como lo es robarlo y blanquearlo.
Es la cultura de la circunvalación. Que a veces alcanza niveles
preocupantes. Gente que de veras cree que la vida –especialmente la buena vida–
no requiere impuestos, sean sudorales, dinéricos o kármicos. Gente que quiere hacer
pisto sin haberlo acumulado; que quiere generar mérito sin haberlo conseguido;
que quiere poder de la noche a la mañana, sin las transiciones y pasajes del
caso. Y cuando la circunvalación se cae, entonces el circunstante huye: como el
ex presidente Serrano, que partió, a dónde más, a Panamá.
De acuerdo: no todo lo que ocurre en Panamá es mierda ilegal, pero
ciertamente no todo lo que ahí ocurre es un néctar de decencia. Producir y
mover billete inteligentemente es quizá una virtud, pero en lo personal creo
que ciertas fortunas son ya de sí obscenas, y que ser político y sacar dinero
del propio país es la mayoría de veces una cosa bastante impresentable.
Pero incluso más allá de estos criterios, es obvio que hay cosas en el
offshoring negras, negrísimas. Del offshoring formal al lavado, por lo menos
indirecto, hay un paso corto, un breve paso de ballet.
Esta película, la del bypass fiscal, es una película que podría filmar
el director Adam McKay, el de The Big
Short. Él podría como nadie revelarnos todas las cábalas de sus
protagonistas: los clientes capitalistas como gordos Harpagones; los corredores
financieros en su proxenetismo loco; los abogados y bufetes veloces y timadores;
los políticos tramposoides; y luego los meros meros ilegales.
Aparte de lo vergonzoso del leak como tal para una empresa como
Mossack Fonseca –que no nos permite descartar una lucha corporativa de altos
niveles en el origen de todo el escándalo– lo que nos muestra esto de los
Panama Papers es que estamos viviendo, a nivel planetario, en la pura liminalidad
ética. Todo ese circuito fiscal periférico es indigno, no necesariamente por
ilegal, sino por sostener un formidable sistema estamental de privilegios que da
la espalda a la necesidad de incontables seres. Sin contar que a veces sí entra
en connivencia directa con el crimen global, y hasta con industrias probadas de
muerte y sufrimiento.
Una cosa da esperanza, al menos, y es que las estructuras de pliegue
están recibiendo golpes ya muy duros. Cada vez más arduo resultará a estas
estructuras subsistir herméticamente en la era informacional y en la era de lo
abierto (porque el periodismo alcanza niveles virtuosos de coordinación
investigativa, por un lado, pero además porque hay otros intereses, no necesariamente
periodísticos, que recurren al leaking como estrategia).
No es cuestión de eliminar la propiedad privada, por supuesto, ni la
riqueza. Pero sí de hacerla observable, rastreable y garante, en cualquier
momento dado.
Así como existe la llamada huella del carbono para medir nuestros
gases de efecto invernadero, debiese existir una huella de integridad
verificable en toda concentración de capital. Que tomara en cuenta factores
como su procedencia, su movimiento y su destino. Un índice podría reconocer la
disponibilidad de cualquier dinero para elevar el bienestar planetario, en
contraposición a esconderse en compartimentos compulsivamente distantes del
escrutinio público y los compromisos fiscales. El dinero, aparte de su valor económico,
mostraría un valor certificable de moralidad, consciencia y solidaridad –o, en
su defecto, de sus infames contrarios.
(Buscando a Syd
publicada el 7 de abril de 2016 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario