Lengua (y 3)
Por
supuesto, aquí se establece una pregunta: ¿quiénes y cómo deciden la pureza de
la lengua? Es una pregunta política.
No
dudo que haya personas esclarecidas entre los ordenadores del idioma (que, como
ya he dicho antes, son necesarios) pero de otra parte sabemos también que, en
esa camarilla y corte de gerifaltes, se da el lobbying más infecto, los
espaldarazos más ilegítimos, las legitimaciones más deshonrosas y errátiles,
todo mediado por el sello imperial del prestigio.
Recíprocamente,
a muchos que podrían dar frescura al consenso lingüístico se les prohíbe la
entrada al mismo. ¿Qué clase de consenso es ese?
Y
sin embargo las palabras no son solo de algunos, son de todos.
Y
no solamente de todos, sino de todas, también.
Con
lo cual he tocado una fibra asensiblada. Pronto saldrá todo el serotal citando,
nuevamente, la santa voz de la Academia. Pero, como yo lo veo, si a mí se me da
la regalada decir “todos y todas” para reafirmar mi compromiso de género, eso
es muy mi pedo, y no tengo por qué andar pidiéndole permiso a nadie ni
rindiendo pleitesía al pacto verbal de los patriarcas.
Aguas:
con esto no estoy invitando a convertir el idioma en un instrumento de la
corrección política, estableciendo así una nueva rigidez idiomática, una nueva
insulsa domesticación. Eso vendría (y ha venido) a empobrecer todos nuestros
recursos lingüísticos. Estoy en contra del lenguaje homofóbico, claramente,
pero de ninguna manera sacaría la palabra maricón del diccionario. No soy fan
del prohibitorum et expurgatorum. Todo está en la intención, en la creatividad
y en el contexto.
Aguas,
sí, con establecer un nuevo conservadurismo. No es que tenga nada contra conservar. Conservar es necesario. En el
fondo (y hacia acá he querido llegar) el enfoque doble parece ser el mejor:
conservar y creativizar a un tiempo, bajo el entendido además de que las rupturas
del idioma solo son posibles gracias a sus previas cristalizaciones, y las
cristalizaciones solo son posibles gracias a sus previas rupturas. En lo
personal, y como escritor, me ha interesado llevar a veces las palabras al
límite de su sentido, pero me doy cuenta que si doy un paso de más, entonces se
vuelven un sinsentido. Por otro lado, cuando me conformo a su sentido de
siempre, las palabras ya no transmiten nada.
Hablemos
de una zona fronteriza o liminal en donde lo duro y lo aéreo de la lengua se
juntan y que esa zona es de hecho la más rica porque facilita saltos lexicográficos
integrados. También podemos llamarles consensos líquidos, mismos que se
mantienen a una a sabia distancia del esencialismo lingüístico como de la
casuística idiomática desmañada.
Y
sin embargo esta zona liminal no es siempre equilibrada en un sentido
inmovilista, en el sentido de una neutralidad inoperante. El cambio tiene que darse
dinámicamente. Lo cual demanda ritmo cultural.
Cuando
un sistema lingüístico es dinámico, está vivo, y está sano, no tiene problema
alguno para abrirse a otros sistemas lingüísticos y establecer una conversación
nutrida con ellos. Es así como se da un intercambio global de las lenguas que
no mata las diferencias y las intimidades, sino por el contrario las aprecia, y
termina formulando una férrea metacomunidad idiomática que podríamos llamar postbabélica.
Queda por determinar con exactitud cómo las tecnologías comunicacionales del
siglo veintiuno inciden en su formación.
(Buscando a Syd publicada el 11 de febrero
de 2016 en El Periódico.)
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