Darío genético
He tenido a
Darío en mente estos días. Por eso de sus cien años de muerto y porque estaba
pendiente de un fallo de un concurso que lleva su nombre y que no gané. El
libro perdedor –que se llama “Uno a uno caen los satélites”– ya lo colgué en mi
blog de poesía (panzabierta.blogspot.com) por si quieren echarle un vistazo. Es
sobre tecnología y poshumanismo. El poeta es un router celeste.
Yo a Darío no
es que lo conozca tanto, a diferencia de todos esos expertos que han salido en
turba por estos días. Lo he leído, por supuesto. Aunque confieso que
difícilmente podría volver a
ciertas cosas suyas, pongamos
de ejemplo Azul. Podría acaso revisitar,
si estoy de humor, algo de sus Cantos de
vida y esperanza.
Más que nada
yo he vivido a Darío a través de otros escritores que para mí fueron cruciales. Dos me vienen
automáticamente a la cabeza: Neruda, Cardoza. Neruda que en sus memorias cuenta
ese homenaje que le hicieron con Lorca “al alimón” en Buenos Aires, y donde se
refirieron a él como “esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros”. Lo
apreciaba Neruda, lo apreciaba Lorca y lo apreció Aleixandre. Y antes de ellos,
por supuesto, Juan Ramón Jiménez.
A Darío lo
viví también a través de Cardoza. “Fue con Darío, padre y maestro mágico, que en mis letras de Antigua
recibí la anunciación de La Palabra”, dice en El Río. Por supuesto, Cardoza
habría luego de ingresar –violentamente– al surrealismo y la vanguardia, pero
sus letras nunca abandonarían ciertas orlas que bien nos recuerdan al poeta
nicaragüense y su modernismo general.
Claro, Cardoza lo admiró pero también supo
acusarle. En algún momento de sus memorias se refiere a él, y a otros como él,
como “mercadería alquilada”. Buena parte de la izquierda intelectual latinoamericana
ha denunciado –y con harta razón– el rasgo mercenario de Darío.
Darío siempre tuvo detractores. Palabras
amargas le dedicó Unamuno (palabras que mucho lo turbaron, según Valle–Inclán).
Pero Darío no era revanchista –o es que a lo mejor era solo listo– y elogió de
todos modos a don Miguel, que el día de su muerte se arrepintió un poco de
haberle maltratado.
La filiación con Francia se la reprochaban
muchos. Como si Verlaine y Baudelaire hubieran sido eso: un error. (No lo
fueron para mí, que tengo tatuado el spleen/ideal baudelariano en el brazo
izquierdo.) Cuenta Carrillo que cuando vino a Guatemala a fundar un diario, con
la venia de Lisandro Barillas, no quiso ponerle al mismo Gil Blas o Fígaro, a
sabiendas de lo más se le censuraba en la vida era el afrancesamiento. Le puso
El Correo de la Tarde.
Es posible que las nuevas generaciones de
poetas ya no vivan a Darío ni directamente ni a través de terceros. Quizá, y a
pesar de todos esos gestos informados que se están dando a cien años de su
muerte, el peor detractor de Darío sea el olvido. Pero eso es nihilismo. Otra
cosa que se puede decir es que Darío es ya una cosa genética en nuestra
palabra, y aún de la manera más tácita e inconsciente, continúa entre nosotros.
(Buscando a Syd publicada el 25 de febrero
de 2016 en El Periódico.)
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