'Buscando a Syd'... El reto ha sido buscar lo poético en lo profano y lo eterno en lo breve, siendo lo breve una columna medio extraviada en la penúltima, y quien llega a la penúltima, ya se sabe, llega allí con las manos sucias, luego de haber manoseado el diario entero, neurótico de actualidad y maldiciendo. El escritor de penúltimas sabe que una vez cerrado el periódico, jamás será abierto de nuevo, y por eso se juega el todo por el todo. Sirva, pues, cada uno de estos textos como prefacio al olvido… Es lo que soy... Un escritor de relámpagos… Maurice Echeverría







Hablemos Esperanto

Voy caminando rumbo al Esperanto –el Espe, como le dicen los mamones– que es mi bar y el bar de mi barrio.

A esta horas, las calles están vacías, y no son ya ese manglar de carros y motos de hace unas horas, esa cosa tipo Madrás, en donde todo el mundo le saca a todo el mundo la madre, zumbido de destrucción total.
           
En la banqueta me recibe el grupito de conocidos que fuman y refuman. Hace años se fumaba adentro, y el Esperanto, que es un huevito, se saturaba de un humo caliginoso, cuyo olor se le quedaba a uno prendido a la ropa.
           
Luego de intercambiar bromas con estos y con aquellos, entro al bar propiamente, cálido como siempre. Saludo a un viejo amigo, entre la alegre penumbra, que come muchos nachos, bebe muchas micheladas, legendarias del lugar.
           
Sigo mi trayecto, y no es una larga marcha hasta la barra iluminada, donde pido a Víctor –tata del sitio– algo de tomar, sin alcohol. Víctor, y su mano derecha, el sonriente Lester, siempre me tratan con algún cariño.
           
Mientras Víctor me confecciona esa bebida no alcohólica insisto en observar las paredes, decoradas con las mismas fotos y posters de hace tantos años. Y sin embargo no es que Esperanto pueda ser calificado como un bar del pasado, ya que siempre se está llenando de nuevas caras y vibraciones. Jamás podría ir a un bar por nostalgia. Soy la persona menos nostálgica de este mundo.

De otra parte, es cierto que Esperanto tiene cosas que se repiten: rolas, rostros, lealtades, representada sobre todo por un racimo serial de personas que son los de siempre.

Pero a la par de los de siempre (para qué mencionarlos, si ya todos sabemos quiénes son) están esos otros que fluctúan, y que sin embargo, a su modo, también han estado allí toda la vida.
           
Uno y otro grupo –cautivos y flotantes– coexisten, sin problema. Entre los que formamos parte de la llamada Generación X (y algunos previos, que apenas encuentran bares para gente de su edad en Guatemala, y menos bares inteligentes) y ahora los millennials de segunda y tercera emanación (o postmillnennials, también llamados, por mi persona, “emoticones”) hay gradaciones intermedias.
           
Así pues, estamos hablando de edades que oscilan laxamente entre los veinte y los cincuenta. Lo interesante es que no es un mero bar de artistas, sino hay muchas otras profesiones también, entremezclándose, y eso salva al bar de la endogamia.
           
Este encuentro es de lo más rico de Esperanto, sobre todo en una ciudad en donde cada día es más difícil interseccionar, con todo y móviles y plataformas sociales.
           
Ciertas cosas de plano no te las da el Tinder.
           
Como sea, todos estos clientes aman Esperanto. Hasta sirven tragos, detrás de la barra. De igual manera, son a menudo los mismos clientes los que ponen la música, todo un detalle.

Hoy es martes de jazz, y el bar está un poco más lleno de lo que me gustaría, lo cual de otro lado me gusta.
           
Algunos jazzistas han encontrado aquí una auténtica casa, se inclinan a sus escalas arquitecturadas y fractalizantes, con feeling y entrega.

Otro día serán los genios de Dr. Tripass. O Primocaster. O el Leke o Dub Selector poniendo el sonido. La música siempre destaca en Esperanto, no es esa mierda auditiva que ponen en otros lugares nocturnos, herederos del peor gusto.
           
Por cierto que muchos de esos lugares ya ni existen. Son bares–polillas. De corta vida. Sin longevidad. Sin mística. Esperanto ha vivido (y ha vivido relativamente bien, especulo) durante varios años ya, y eso porque es un bar orgánico –no busca adaptarse a ningún estilo, salvo al suyo, que no es particularmente el de nadie– y porque siempre está ahí para sus clientes, más allá de las ganancias, sin huirle a estas. 
           
Conozco a Esperanto literalmente desde que abrió. Es más: el primer texto que alguien escribiera de ese lugar lo escribí yo. (En esa época la idea era sentarse en las mesas, y oír música de unos audífonos colgantes, y la cosa no funcionó, por supuesto, porque lo que uno quiere en un bar como Esperanto es oír música con –y través de– los otros).
           
Afuera de Esperanto me quedé tirado no una sino varias veces, de la pura intoxicación. Luego dejé de beber, y ya no regresé en muchos años al sitio, pero el año pasado empecé a frecuentarlo de nuevo.
           
Ya sin quedarme tirado enfrente, entonces. Quedaron atrás esos tiempos en donde los bares eran mi fascinación y escribía poemas de los bares y lo único que conocía de los bares eran los retretes, pues en los retretes me la pasaba peinando, eternamente, eternos pases, y leyendo, sin esperanza, pobres pintas.
           
Actualmente no salgo mucho que digamos, pero de salir, salgo a La Erre, o salgo a Esperanto. Son escasos los bares actuales en donde se encuentra una casaca decente, y Esperanto es uno de ellos.

En efecto, he tenido buenas conversaciones allí (desde luego, aburridas también). Yo, que no socializo, socializo en Esperanto.

También es uno de los pocos bares en donde uno, siendo abstemio, no se siente incómodo entre bebedores, y no es presionado a beber, ni por los que allí trabajan ni por los que allí consumen. Tampoco hay beodos insoportables, descalabrados, grasientos, testosterónicos, transilvánicos, lábiles, junkies o malacopas.
           
Dicho esto, es seguro y será cierto que mañana algunos de los circunstantes se levantarán de goma, y les costará ir a trabajar. “El trabajo es la maldición de las clases bebedoras”, ha dicho Oscar Wilde.
           
En la banqueta, la mara platica o conecta, intercambia criterios y narrativas. Cada cual cuenta (y es) una historia, mientras bebe una cerveza, un gin, un vino, un tequila, cualquier cosa. En términos de comida y tragos, no encontrará el interesado ninguna oferta de veras interesante. Pero lo poco que tiene Esperanto lo da con genuino afecto, y eso lo convierte posiblemente en el bar más valioso de la Zona Viva, en mi opinión. Los bares cumplen con una función social y cultural muy importantes. Muchos, tristemente, no cumplen su función.
           
Viene más gente, y ya un poco ahogado de socialización, me despido sumariamente, y procedo a reingresar a la calles vacías de la ciudad, que mañana por la mañana se llenarán de comanches.


(Buscando a Syd publicada el 17 de diciembre de 2015.)

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Mi foto
Maurice Echeverría (1976) nació en la ciudad de Guatemala. Ha publicado el libro de cuentos "Sala de espera" (Magna Terra, Guatemala, 2001) y "Por lo menos" (Santillana, Punto de Lectura, Guatemala, 2013). Los libros de poesía "Encierro y divagación en tres espacios y un anexo" (Editorial X, 2001) y "Los falsos millonarios" (Catafixia, 2010). Ha publicado la nouvelle "Labios" (Magna Terra, Guatemala, 2003), así como la novela "Diccionario Esotérico" (Norma, Guatemala, 2006). Maurice Echeverría ha colaborado en medios locales como Siglo XXI, El Periódico o Plaza Pública. Algunos de sus textos periodísticos son encontrables en el blog "Las páginas vulgares" (http://www.laspaginasvulgares.blogspot.com/). Como columnista, trabajó activamente para el diario El Quetzalteco, por medio de su columna "La Cueva" (reseñas de cine) y su columna editorial "Los Tarados". Desde el 2002 mantiene su columna "Buscando a Syd", en el diario El Periódico.
 
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