Eso que pasa y no pasa (1)
El hecho es
que tengo ganas de una empanada. O sea: una de esas empanadas dulces, que
llevan manjar adentro.
Ya con los
zapatos puestos, salgo del apartamento, me subo al ascensor, que tiene un
espejo, y en el cual puedo ver mi rostro, que ha envejecido notablemente.
No lo digo con
lástima: desde un punto de vista por ejemplo estético me da igual envejecer,
afearme. Esas arrugas, manufacturadas en la obligada usina del tiempo, son recibidas
con alguna cómoda indiferencia.
Salgo a la
calle, en donde me espera no un frío ártico pero sí un calor gordito (parece
marzo) y me doy cuenta que otro año termina y que con cada año que termina pues
yo también estoy terminando. Aunque si bien hay una percepción aguda de mi
temporalidad también siento, por otro lado, que cada vez me vuelvo más
atemporal, más insolente.
A ratos me da
por pensar en estas cuestiones. Es el caso cuando me dirijo a comprar una de esas
deliciosas empanadas de manjar, que vengo comiendo desde siempre. Muy niño las
compraba sí con el dinero que me daba mi abuela, que en paz descanse. Recuerdo
el sentimiento inextinguible de libertad, el pronóstico de que todo iba a estar
bien, mientras enfilaba por la calle aquella de la zona 9 (había un salón de
belleza de esos de barrio) rumbo a la Tienda.
Últimamente,
recuerdos ectoplásmicos como el anterior me han estado visitando. No es que les
de mucha atención, porque, como ya expliqué en columna reciente, no soy una persona
nostálgica. Si percibo el paso del tiempo, yo diría, es sobre todo porque el
cuerpo me lo recuerda, con su inevitable entropía, sus bloqueos bioquímicos,
sus irritantes externalidades, sus contra–contribuciones, sus achaques y
exigencias. Este proyecto orgánico empieza a dar tonos inequívocos de
desorganización.
Tampoco quiero
dar un escenario decadente del paso de los años. Más allá de lo arriba
mencionado –así como del hecho de cada día soy más insoportable (y de que
correlativamente soporto menos a los demás)– me doy cuenta que hay cosas
estimulantes en eso de envejecer. Puedo hablar por ejemplo de una
especialización de todas mis facultades. Puedo decir que soy una persona más
integrada. Que escribo, puede ser, mejor. Que ya no soy esa entidad confusa y como
enlutada que fui en otra parte de mi vida. Decir que he aprendido algunas cosas
sensibles, y que ahora puedo realmente ponerlas en práctica. Puedo incluso
imaginar que algún día esas cosas darán bellos frutos de alguna clase.
De otra parte,
también he sido testigo de muchos eventos interesantes, uno o dos relevos
generacionales concretos, prodigiosas migraciones tecnológicas, verdaderos,
inapelables despertares culturales… Y yo mismo estoy sumergido en todo ese
proyecto líquido, en toda esa actualidad, en ese ímpetu diferenciado de formas
y de nombres. No es como que me estoy quedando particularmente atrás. En raros momentos
visionarios, incluso me adelanto. Pero ya me está saliendo el insoportable.
(Buscando a
Syd publicada el 24 de diciembre de 2015.)
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