Eso del matrimonio
Fue en septiembre de 2003 cuando me casé con la que es actualmente mi esposa. Desde entonces, hemos explorado ambos los múltiples territorios del matrimonio (incluido el matrimonio abierto) y recorrido sus dimensiones inspiradas o bien oscuras.
En nuestro
matrimonio han estado y están todas esas peleas, necrosidades, padeceres,
errores, llantos, desolaciones, áreas ciegas, crisis y mezquindades propias de
toda pareja. También y todo el tiempo hay momentos de exaltación, conexión, solidaridad
y calma.
Todo lo cual ha
venido a conjuntarse en una profunda experiencia humana.
Aprecio lo
que el matrimonio tiene tanto de conservador como de creativo. Conservador en
el sentido de que busca el compromiso, la estabilidad compartida, el equilibrio
pragmático, la presencia en el tiempo y en el espacio. Y creativo porque cuando
el matrimonio se asume de manera auténtica, es una experiencia dinámica,
liminal, a ratos peligrosa. Un movimiento existencial en la región de lo
imprevisible. Una vanguardia de la intimidad.
Entre lo
conservador y creativo del matrimonio puede ocurrir cualquier cosa. Es por ello
que hay matrimonios que duran un segundo y otros setenta años. Si mi esposa y
yo acabamos mañana, no lo tomaría como un fracaso sino como una sagrada vuelta
de la rueda de la impermanencia: cada relación tiene una fecha de expiración y una
muerte natural. Por otro lado, si mi esposa y yo seguimos hasta el final, definitivamente
lo apreciaría como algo muy hermoso: un trazo de luz que los dioses observan.
(Columna
publicada el 1 de julio de 2015.)
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